Para
un país que lidia con la tarasca de la censura, las redes sociales
representan, sin duda, un útil aliviadero. El ágora virtual presta no
sólo terreno para los vitales trámites de la discusión pública y la
“organización de la rebeldía”; para trascender la simple información, al
permitirnos pasar de agentes pasivos a productores del conocimiento;
para arrimar a la idea de la comunidad que camina más allá de la
proximidad geográfica, la que se funda en esa noción de afinidad
espiritual e intelectual que es tan reconfortante; sino también para
ejercitar un músculo esencial de la praxis democrática: el debate como
mecanismo de gestión del conflicto, el intercambio dialógico entre
ciudadanos.
En efecto, no
pueden negarse las potencialidades de una dinámica cuyos rasgos remiten a
las premisas de origen de la democracia: el poder acudir como hombres libres e iguales
a un espacio dispuesto para el tráfico de ideas que afectan al
colectivo, y asumir el vivificante desafío de influir en el semejante,
de conquistarlo con razones. Aún así, hay que admitir que el virtuoso
paquete a menudo viene maleado por las taras de un orgiástico convite:
la banalización de la política, la alteración de datos, la ilusión del
falso activismo, el “Narcisismo de la opinión” o la obsesión del “ser para los otros”; las cámaras de eco
ideológicas, la proliferación de vicios de la antipolítica o la
articulación de matrices dañosas (forjadas para promover el “efecto
rebaño” o descuartizar reputaciones individuales) son algunos de los
trastos con los que se forcejea cuando se acude a estos predios.
Así
que paradójicamente, en medio del tremedal de odios en que hoy nos mete
la política venezolana -otro triste legado de Chávez- y justo cuando
más falta hace juntarnos para dilucidar arreglos posibles, la práctica
democrática va desdibujándose en una suerte de Alzheimer auto-inducido,
va perdiendo la pista de sí misma. Es el homo-videns urdiendo su propia destrucción, tecleando al filo de su propia guerra: no es raro que la polis
que edifican quienes apuestan al intercambio plural y civilizado acabe
demolida al final del día por detractores que embisten como hienas
encrespadas. Entonces, la ofensa se hinca como colmillo, llueven
descalificaciones y argumentos ad-hominem que viralizados en
segundos sepultan las mejores intenciones de alentar el convencimiento
razonado. Mala cosa: pues si bien es cierto que no siempre hay blanduras
en el debate democrático, no conviene confundir la argumentación con la
imposición de opiniones. Hay criterios muy rigurosos al respecto. La
flexibilidad, la provisionalidad de esa “modernidad líquida” de la que hablaba Bauman no debería atentar contra tales compromisos… ¿será que ese homo videns que compite por la atención, que vive para sí-mismo
incurso en el espejismo de las redes, ha perdido su capacidad de
registrar la otredad y por tanto de interactuar políticamente?
Giovanni Sartori lanza al respecto una inquietante reflexión: “todo
el pensamiento liberal-democrático no es visible con los ojos, se trata
de una construcción abstracta. Con el nacimiento del homo videns se
tambalea todo el sistema”. Esa reducción del mundo a lo que sólo se
puede ver, lo que no demanda inmersión en las honduras adicionales del
lenguaje, parece redundar en un deterioro de los conceptos, deshaciendo
el logos que sustenta a lo político, eso que apunta a la
construcción de un destino común. Nuestras complejidades y
contrasentidos bailando caóticamente en un medio sin normas y que a
duras penas admite el reconocimiento de un otro (a quien no vemos,
aunque hable) puede acabar deshumanizando, robando carne y alma a
nuestro intercambio.
Lo
cierto es que la coyuntura no tolera tanto cisma, tanta ofuscación ante
esa palabra común que nos habita. Sin argumentación, sin conciencia de
que no existen verdades absolutas que puedan disolver las
contradicciones ni verdades privadas que puedan imponerse por sobre las
colectivas; sin prever las consecuencias que derivan de nuestras
posturas, sin el aporte de evidencias, garantías o respaldos, sin datos o
referentes para documentarlas; sin la voluntad para sortear la
tentación de las falacias, el prejuicio o la petrificación de las ideas;
sin las armas que brinda, en fin, el pensamiento crítico, la
posibilidad de entendernos y buscar salidas boquea sin remedio.
Acogotados por el dilema que no se zanja, la tragedia que nos muele y el pathos
que nos domina, no expira el chance, sin embargo, de estrujar las
bondades que todavía brindan estos espacios. A sabiendas de que la
realidad sigue mordiendo en la calle, y frente a la sospecha de que
algunos acabarán arrollados por sus avances -la intransigencia se mide
también en bytes- habrá que seguir abogando por esa amplitud que
anhelamos. Que el pensamiento crítico nos dé escudos: nada es tan penoso
como la democracia desperdiciada en los demócratas; nada tan propicio
como mirar de verdad al otro para invocarla.
@Mibelis
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