Karl Krispin
En alguna desaparecida tradición venezolana, ciertos políticos se metían a escritores o los escritores a políticos. En nuestro siglo XIX era inevitable que un escritor no se arrimara a este camino que terminaba ofreciéndole dos posibilidades: un puesto en el servicio diplomático o la cárcel. Esa combinación de cultura y política es cada vez más un trasto apolillado en el sótano de las épocas. Hoy nuestros políticos son profesionalmente incultos, asisten a desfiles de trapos, se hacen la carta astral, son jurado del Miss Venezuela, dan declaraciones sensacionales en TV, acuden al programa de las gritonas de moda en FM pero no se enfrentan a un libro como no sea un indigerible texto del impostor de Paulo Coelho obsequiado por algún desorientado seguidor. El presidente López Contreras escribió mucho sobre historia buscando el sentido heroico que delirantemente ofreció la Independencia. Rómulo Betancourt encontró en el ensayo político la materialización de una metaforización de la realidad nacional. El presidente Caldera dejó algunos libros cansones y el presidente Ramón J. Velásquez ha sido devoto de componer textos históricos que seguimos releyendo con emoción. Dar con un político culto y autor de peso es un rubro más nunca incluido en los anuarios estadísticos del país. Y si agregamos que nuestro político-escritor sea un intelectual y un hombre universal, se nos complica la búsqueda en Google. Todo eso lo fue ese extraordinario venezolano que se nos ha ido esta semana llamado Simón Alberto Consalvi.
Descendía de inmigrantes y era producto del aluvión de corsos y elbanos que se establecieron en las montañas andinas de Venezuela a finales del XIX. Los Andes se le achican como a toda una generación y se traslada a Caracas para encontrar que se ha fundado una organización a la que ingresará y acompañará en la función pública que se llama Acción Democrática por la que sufrió cárcel y exilio durante la opresión de los comandantes modernistas. En el reciente documental sobre los tiempos de la dictadura dijo para que no quedara duda que la modernidad sin democracia y libertad representaba un mero ornato. Fue más que embajador, ministro y presidente (encargado) de Venezuela. Le tocó el honor de llevar a cabo la fundación del Inciba, una obra histórica y periodística de consideración y últimamente junto a Edgardo Mondolfi Gudat, la Biblioteca Biográfica Venezolana. Hasta fue presidente del Consejo de Seguridad de la ONU, posición de la que nunca alardeó.
Era hombre conversador con un lúcido sentido del humor. No invocaba la guasa de pasillo o el chiste común de oficina. Lo suyo era punzopenetrar la realidad, asomar su coartada cultural y hasta un sentido de burla propia. Suele suceder que a medida que un hombre envejece, se avejenta también su escritura. Se llena de lugares comunes, giros arcaicos o palabras oxidadas. Su artículo de los domingos exhibía que el paso del tiempo no lo había visitado y al contrario su pluma se venía refrescando. Era común que cada fin de semana se superara a sí mismo y eso lo vamos a añorar como a sus libros y sus asombrosas frases rápidas que nos dejaban entre la risa y el estupor. Una vez Milagros Socorro le preguntó a Paco Vera sobre el secreto de su longevidad. Respondió que residía en el hecho de no haberse muerto. A pesar de sus 85, Consalvi habría avanzado más entre sus años acumulados de no haber sido por un traspié que lo descolocó del mundo. Donde quiera que haya ido, espero que lo hayan recibido con celebración, archivo, biblioteca y Twitter y un cargamento de Cohibas para asegurarse que nunca deje de fumarlos. Vaya usted en paz, estimado maestro.
(tomado del El Nacional)
(tomado del El Nacional)
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