Ana Teresa Torres
Al final nos queda una sensación de utopía destartalada, de camino truncado, de cansancio de tanto nadar para morir en la orilla. ¿Qué se hizo del Gran Gasoducto del Sur que recorrería desde la Guayana venezolana hasta la Tierra de Fuego? ¿De los trenes y autopistas que atravesarían toda Venezuela? ¿Del nuevo Cancún que surgiría de los despojos de La Guaira? ¿Del reordenamiento territorial del eje Orinoco-Apure? ¿De las ciudades socialistas y las flotas pesqueras? ¿De los huertos organopónicos y los gallineros verticales? ¿De la piscina de La Carlota y del balneario del Guaire? ¿De los complejos avícolas y de la siembra de malojillo? ¿De los helados Copelia y de los estudios forenses del Libertador? ¿De los niños de la Patria y los dignificados de las catástrofes? ¿A dónde fue a parar la mayor suma de felicidad posible? Viene don Jorge Manrique y dice: “Pues si vemos lo presente/como en un punto se es ido/y acabado/si juzgamos sabiamente, /daremos lo no venido por pasado”. Y viene don Antonio Machado y remacha: “Autores, la escena acaba/con un dogma de teatro:/En el principio era la máscara”.
Por el momento he sido espectadora curiosa de las exequias. Esperaba un remake de los funerales de Lenin y los de Evita, y algo de eso ha habido, pero visto en conjunto más Cristo que Lenin. Más santidad que ideología. Más presencia trascendida que política en tierra. Es la culminación del duelo (a la venezolana). Conjeturo la hipótesis de un duelo corto y un duelo largo. La contradicción es aparente. El duelo no es del todo tan corto porque la enfermedad ha sido larga y los crípticos mensajes oficiales actuaron con eficacia; aquí todo el mundo estaba preparado para el desenlace (la palabra muerte quedó fuera del diccionario por un tiempo, y sigue ausente bajo el grito de “¡Chávez vive!”). Por más que se demandara sin resultados una explicación acerca del estado de salud del jefe de Estado era obvia la verdad final: cuestión de tiempo. De modo que llegado el momento ya se había instalado cierto agotamiento a la espera de la noticia fatal. El duelo había comenzado tiempo atrás, en algún momento impreciso en que Maduro daba unas entrecortadas declaraciones o se celebraba alguna misa de sanación. Aunque probablemente nunca sepamos la verdadera fecha ni el lugar del fallecimiento el 5 de marzo de 2013 los venezolanos que lo amaron fueron autorizados a expresar el dolor contenido. Se oficializó el duelo. Si digo que es un duelo corto es porque el sentimiento desvalido de una población sin educación adecuada, sin trabajo propio, sin otros recursos que la protección del Estado en medio de una situación económica adversa, sin otros derechos que los que el gobernante le quiera dar, requiere que rápidamente los ojos y los corazones se vuelvan al elegido. Quizá no los ame como él los amó, quizá no sepa expresarlo de la misma manera, pero es el amo, el heredero, y las investiduras afectivas –diría un psicoanalista– tienen que desatarse del objeto (ser) perdido y anudarse al objeto (ser) reencontrado para sustituirlo. Es ley de vida. Y eso lo saben muy bien quienes llevan la dirección de estos escenarios. Por cierto que hace unos días un estimado colega me preguntaba quién pensaba yo serían los psicólogos asesores, si nativos o extranjeros. No tengo ni idea, pero, chapeau!, son excelentes. Entonces, vayamos al duelo largo. No me refiero al duelo prolongado, ese que a veces nos sobrecoge por la profundidad de la pérdida de un ser querido; pienso en el duelo elevado que literalmente sube a los altares (porque la religiosidad cristiana –católica y evangélica– ha sido sin duda un factor esencial en la escenografía; nunca se había visto a tantos comunistas rezar y hasta comulgar, quedan lejos los tiempos en que los sacerdotes eran diablos con sotana). Pero acerca del uso de la religiosidad en estos asuntos lo dejo en manos de Michaelle Ascencio. Sigo con el duelo.
El caso es que también esperaba una revivificación de Bolívar, y por supuesto hay matices y pinceladas sobre el particular (ya se oyen las voces del pueblo para que se abran las puertas del Panteón), pero no del Bolívar clásico; es decir, el militar y el político. Es más bien un Bolívar un tanto santón, un Bolívar bueno y pacífico, henchido de amor por la especie humana. No digo yo que el Libertador no albergase bondades y compasiones, pero, vamos, que no es ese el que reconocemos en las páginas de la historia. Su misión fue otra y bien cumplida estuvo. Entonces, este comandante, emulador del Libertador, que con proclamas de venganza y algunos tanques apareció en nuestras vidas allá por 1992, y continuó en ellas hasta el 7 de octubre de 2012 espoleando el odio de unos venezolanos contra otros en una suerte de parodia de la guerra a muerte, insultando, degradando, amenazando y persiguiendo a todos los que no lo adorábamos, destituyendo infatigablemente los resquicios de la democracia, este mismo comandante ahora, en la hora de su muerte, se transfigura por obra y gracia del poder mediático en un hombre santo, un ídolo de la cristología, un mártir de la fe en el pueblo, un hombre de mi paz os dejo, mi paz os doy. Y ahora, en sus exequias fúnebres el pueblo consolida la fe en su salvador, porque, como Cristo, resucita en cada uno de sus seguidores: tú eres Chávez y sobre esta piedra edificaré mi iglesia. Titula la Agencia Venezolana de Noticias: “Chávez no murió, se multiplicó”. El objeto (ser) perdido –de nuevo un psicoanalista diría– se introyecta, se come, y queda adentro, como así dijo Jesús a sus apóstoles antes de su martirio: tomad y comed que este es mi cuerpo y hacedlo en memoria mía. Y los hermanos, en la orfandad del gran padre, después de la ritual comensalidad, se unirán (o deben unirse para que todo siga igual) en un mandamiento nuevo: que os améis los unos a los otros como yo os he amado. Y así fue titulada la manifestación durante el traslado del féretro a la Academia Militar, como la manifestación del amor del pueblo. ¿Surge una nueva religión en Venezuela? Es pronto para decirlo, pero sin duda se ha consolidado una nueva figura de veneración. Todo lo que el pueblo tiene (o pueda tener) se lo debe al comandante presidente. “No perdemos a un presidente sino a un ser que nos valoró a nosotros los pobres” dice una mujer en medio de las lágrimas. Todo es gracias a su amor. Dentro de su amor todo, fuera de su amor nada. Ni instituciones, ni derechos, ni reivindicaciones del proletariado; puro amor del salvador por los desposeídos, las mujeres, los niños, los enfermos, los indígenas, los pueblos pobres del mundo. El viejo mito venezolano del soldado audaz que irrumpe con su fusil para salvar a la patria, la épica nacionalista que renació un 4 de febrero, quedó atrás. Preparémonos entonces para otra versión: el duelo largo y trascendido de una figura que ya no es humana sino presencia espiritual que resucita en cada creyente. Quizá sea mejor así.
En fin, respeto piden y respeto hemos dado. Los representantes de la alternativa democrática no han perturbado a nuestros ilustres visitantes, que quizás no hayan advertido la ausencia. Los medios de comunicación han cumplido fielmente el exhorto al silencio. Respeto debemos dar los irrespetados. Descanse en paz quien vivió en guerra. Nosotros a recoger lo que queda, y como, volviendo a Machado, “lo nuestro es pasar”, pasemos, pues, las largas páginas de catorce años. Y demos lo perdido por perdido. Cada quien sabrá sumar en la columna de las deudas sus agravios y sus daños, pero no nos afanemos demasiado en publicarlos. De todas maneras no tienen reposición. En el tiempo por venir, cuya naturaleza todavía no entrevemos con claridad, sírvanos de consuelo que muchos dicen acreditar ganancias, y que así sea para ellos.
(tomado de ProDaVinci)
(tomado de ProDaVinci)
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