domingo, 17 de marzo de 2013

CONSALVI, LA LIBERTAD Y LA TOLERANCIA



   ELÍAS PINO ITURRIETA 
  
EL UNIVERSAL

En los tiempos que corren se ha desarrollado una campaña de descrédito sobre el lapso de la democracia representativa. Se ha hablado de una "Cuarta República" condenada a desaparecer por sus pecados y por el contraste con las obras de una época dorada que ha comenzado a florecer debido al empeño de una "revolución". No se ha dejado con lado sano a los hechos y a los individuos que influyeron en la sociedad desde 1958 y fueron detenidos por el advenimiento del chavismo, hasta el extremo de lograr la subestimación de las realizaciones de entonces y la condena de la mayoría de sus protagonistas. Hay argumentos de sobra para demoler esa peregrina versión, pero ahora le salimos al paso a través de una somera referencia a las ejecutorias de quien fue una de sus figuras estelares: Simón Alberto Consalvi, quien acaba de morir. Debo confesar antes que tuve el privilegio de contar con la amistad de ese grande hombre recientemente desaparecido. Me abrió las puertas de su casa, los papeles de su biblioteca y muchos secretos de la historia y la política contemporánea que ampliaron mi visión del entorno y de no pocos enigmas del pasado que apenas barruntaba, pese a mi oficio de historiador. Quizá lo que personalmente le debo pueda mover la pluma en adelante, pero en ese inventario también se incluye el respeto por quienes leen lo que uno escribe libremente. 

Y lo que uno escribe libremente se relaciona con lo que Simón Alberto Consalvi hizo por la libertad desde su juventud. Activista de la lucha contra Pérez Jiménez, compañero de las acciones de Leonardo Ruiz Pineda, preso y exiliado de la militarada de entonces, en el sacrificio de guerreros valientes como él se forja la posibilidad de que en el futuro se escriba y se publique sin cortapisas. Que hoy digamos o escribamos lo que queramos es un hecho inevitable cuyo origen se encuentra en los sacrificios de pioneros como él, tan importantes que, pese a que no falta en nuestro días quien pretenda secar la tinta de las críticas o ponerle uniforme al pensamiento, le pone maquillaje a sus ganas o apenas lo intenta sin resultados porque no puede oponerse a una conquista irrebatible de la sociedad. 

Lo que fue una batalla de unos pocos durante la dictadura se convirtió en realidad indiscutible después, en los tiempos del país violento que enfrentó nuevas militaradas y la inestabilidad provocada por el movimiento guerrillero, hecho trascendental en el que fue determinante la conducta del mismo hombre que luchó antes desde los escondrijos de la clandestinidad. Ahora en el poder abrió espacios estables para el pensamiento de los disidentes, a través de los cuales se cambiaron la hostilidad y la sangre por el combate de ideas o por el florecimiento de la creatividad de autores que se sentían arrinconados. El Instituto Nacional de Cultura y Bellas Artes, del que fue promotor, devino domicilio hospitalario para la recepción de los intelectuales y los artistas que esperaban la oportunidad de influir con mayor intensidad y carecían de espacios dignos y remuneradores para su trabajo. Puente hacia la convivencia pacífica que en breve se transformó en realidad, lo que al principio fue una invitación oportuna a la pluralidad condujo a la fundación de un medio de difusión sin precedentes, la Editorial Monte Ávila, que catapultó a los escritores que apenas se conocían en el contorno. Como la catapulta no seleccionó mediante filtros políticos ni ideológicos los libros que lanzaba, se perfeccionó una faena de inclusión sin la cual no se puede entender la evolución de la cultura venezolana de la segunda mitad del siglo XX, signada por la bendición de la tolerancia y abierta sin prevención a las influencias del exterior. 

El movimiento promovido por la editorial del Estado ascendió hasta escalas de excelencia debido a la creación de la Biblioteca Ayacucho, proyecto igualmente acariciado por Consalvi junto con otros colegas esclarecidos, gracias al que se demostró la madurez de nuestros estudios humanísticos y se estableció conexión orgánica con la cultura continental mediante la formación del repertorio de los autores de mayor trascendencia en nuestros territorios desde la antigüedad precolonial. Trabajo de madurez hecho en Venezuela, pero también evidencia de contactos sólidos con los investigadores del vecindario, es el esfuerzo canónico de fijación de las figuras imprescindibles de la sensibilidad latinoamericana que jamás se había hecho y que no encuentra todavía adecuado parangón. Si se agregan a sus contribuciones la creación del Premio Internacional de Novela Rómulo Gallegos, el aliento de espacios para la exhibición de artes plásticas, la creación de la Biblioteca Biográfica Venezolana, la ayuda que prodigó a escritores y artistas jóvenes y una destacable cosecha personal que incluye textos dedicados a figuras como Picón Salas, Gallegos, Betancourt, Parra Pérez, Juan Vicente Gómez y George Washington, pero también acuciosos análisis sobre el panorama internacional y una infinita cantidad de colaboraciones en la prensa, se está ante el legado de uno de las protagonistas ineludibles de nuestra contemporaneidad. Colaborador cercano de los presidentes Pérez y Lusinchi, uno se pregunta cómo pudo hacer lo que hizo en materia cultural sin desatender sus obligaciones políticas ni su fe en el ejercicio de la democracia. No sólo lo extrañará quien escribe, sino también la sociedad a la que se pretende escamotear una parte esencial de su historia. 


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