EL DESTINO DE LOS EMBALSAMADOS
Gabriel García Márquez
(...) Estas suposiciones son posibles por
la mala costumbre de conservar cadáveres para ser adorados por la muchedumbre.
Nada se parece menos a la imagen que se tiene de un hombre o una mujer
memorables que sus desperdicios mortales arreglados como para una fiesta
funeraria. Los motivos de los egipcios eran perdonables, porque creían que
mientras se conservara el cuerpo se conservaría también el espíritu, y en
ningún caso embalsamaban a sus faraones para la exhibición pública. Los
católicos, al revés, piensan que la conservación casual del cuerpo es un
indicio de santidad, y lo exponen en sus templos para deleite de sus fieles.
Pero es difícil encontrar una justificación doctrinaria para la costumbre
creciente de los regímenes comunistas, que parecen confundir el culto de los
héroes con el culto de sus momias. Es el caso en Bulgaria, donde se conserva el
cuerpo de Dimitrov, y el caso de China, donde se conserva el cuerpo de Mao, y
el caso de Vietnam, donde se conserva el cuerpo de Ho Chi Min. No se necesita ser
un visionario para suponer que Kim Il Sum, el presidente de Corea del Norte,
que desconoce por completo el dulce encanto de la modestia, debe estar ya
ansioso por someter su cuerpo glorioso a los buenos oficios de sus
embalsamadores.
Por fortuna, Cuba sentó un precedente
ejemplar para este lado del mundo con las manos del Che Guevara,, que fueron
cortadas por la CIA para una identificación a fondo por las huellas digitales.
Un antiguo funcionario del Gobierno boliviano que desertó de su cargo las llevó
después a La Habana, y no faltó quien sugiriera la idea de conservarlas para el
culto público. Fidel Castro, que tiene la buena costumbre de llevar estos
problemas hasta la última instancia, lo consultó con las muchedumbres al final
de un discurso en un acto de masas. La respuesta, que era la que Fidel Castro
esperaba, fue unánime y rotunda: nones.
Hay en América Latina otros antecedentes
que no son tan consoladores. El general Antonio López de Santa Ana, que gobernó
a México varias veces desde 1833, perdió la pierna derecha en la guerra contra
los invasores franceses y la hizo enterrar en la catedral, bajo palio de obispo
y con todos los honores militares y religiosos, en unos funerales babilónicos
presididos por él mismo. Más tarde, el general Alvaro Obregón perdió el brazo
izquierdo por una bala de cañón que le disparó Pancho Villa en la batalla de
Celaya, y su mano se conserva todavía en la ciudad de México, achicharrada por
el formol, en un monumento público, que por razones inescrutables se ha convertido
en un sitio de peregrinación de los jóvenes enamorados.
El caso más extraño de nuestro tiempo es el
del cadáver de Evita Perón, que desapareció de Buenos Aires después de
embalsamado y reapareció muchos años después en Italia, bajo la responsabilidad
del Vaticano. El hombre que la embalsamó era un catalán grandilocuente que
montó guardia en la antesala de la enferma durante las largas semanas de su
agonía, pues debía proceder al embalsamamiento en el instante mismo de la
muerte para una conservación más convincente y duradera. Mientras esperaba, les
hacía ver a los visitantes ilustres el álbum de fotos de sus trabajos más
notables. Y entre ellos, su obra maestra: un niño de Montevideo que había
muerto a los siete años, y cuyos padres lo hicieron embalsamar sentado en una
sillita y vestido de marinero. Todos los años, durante muchos, sus hermanos le
celebraron el cumpleaños con los que fueron sus amigos, hasta que todos
crecieron, y se casaron y tuvieron otros hijos para embalsamar, y el pobre niño
embalsamado, en su sillita de madera y con su vestido de marinero, quedó a
merced de las polillas y el olvido en un ropero del dormitorio.
Copyright 1982 Gabriel García Márquez-ACI.
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