viernes, 8 de marzo de 2013


EL DESTINO DE LOS EMBALSAMADOS

     Gabriel García Márquez

(...) Estas suposiciones son posibles por la mala costumbre de conservar cadáveres para ser adorados por la muchedumbre. Nada se parece menos a la imagen que se tiene de un hombre o una mujer memorables que sus desperdicios mortales arreglados como para una fiesta funeraria. Los motivos de los egipcios eran perdonables, porque creían que mientras se conservara el cuerpo se conservaría también el espíritu, y en ningún caso embalsamaban a sus faraones para la exhibición pública. Los católicos, al revés, piensan que la conservación casual del cuerpo es un indicio de santidad, y lo exponen en sus templos para deleite de sus fieles. Pero es difícil encontrar una justificación doctrinaria para la costumbre creciente de los regímenes comunistas, que parecen confundir el culto de los héroes con el culto de sus momias. Es el caso en Bulgaria, donde se conserva el cuerpo de Dimitrov, y el caso de China, donde se conserva el cuerpo de Mao, y el caso de Vietnam, donde se conserva el cuerpo de Ho Chi Min. No se necesita ser un visionario para suponer que Kim Il Sum, el presidente de Corea del Norte, que desconoce por completo el dulce encanto de la modestia, debe estar ya ansioso por someter su cuerpo glorioso a los buenos oficios de sus embalsamadores.

Por fortuna, Cuba sentó un precedente ejemplar para este lado del mundo con las manos del Che Guevara,, que fueron cortadas por la CIA para una identificación a fondo por las huellas digitales. Un antiguo funcionario del Gobierno boliviano que desertó de su cargo las llevó después a La Habana, y no faltó quien sugiriera la idea de conservarlas para el culto público. Fidel Castro, que tiene la buena costumbre de llevar estos problemas hasta la última instancia, lo consultó con las muchedumbres al final de un discurso en un acto de masas. La respuesta, que era la que Fidel Castro esperaba, fue unánime y rotunda: nones.

Hay en América Latina otros antecedentes que no son tan consoladores. El general Antonio López de Santa Ana, que gobernó a México varias veces desde 1833, perdió la pierna derecha en la guerra contra los invasores franceses y la hizo enterrar en la catedral, bajo palio de obispo y con todos los honores militares y religiosos, en unos funerales babilónicos presididos por él mismo. Más tarde, el general Alvaro Obregón perdió el brazo izquierdo por una bala de cañón que le disparó Pancho Villa en la batalla de Celaya, y su mano se conserva todavía en la ciudad de México, achicharrada por el formol, en un monumento público, que por razones inescrutables se ha convertido en un sitio de peregrinación de los jóvenes enamorados.

El caso más extraño de nuestro tiempo es el del cadáver de Evita Perón, que desapareció de Buenos Aires después de embalsamado y reapareció muchos años después en Italia, bajo la responsabilidad del Vaticano. El hombre que la embalsamó era un catalán grandilocuente que montó guardia en la antesala de la enferma durante las largas semanas de su agonía, pues debía proceder al embalsamamiento en el instante mismo de la muerte para una conservación más convincente y duradera. Mientras esperaba, les hacía ver a los visitantes ilustres el álbum de fotos de sus trabajos más notables. Y entre ellos, su obra maestra: un niño de Montevideo que había muerto a los siete años, y cuyos padres lo hicieron embalsamar sentado en una sillita y vestido de marinero. Todos los años, durante muchos, sus hermanos le celebraron el cumpleaños con los que fueron sus amigos, hasta que todos crecieron, y se casaron y tuvieron otros hijos para embalsamar, y el pobre niño embalsamado, en su sillita de madera y con su vestido de marinero, quedó a merced de las polillas y el olvido en un ropero del dormitorio.

Copyright 1982 Gabriel García Márquez-ACI.

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