sábado, 9 de marzo de 2013


De Rómulo Betancourt a Hugo Chávez: déjà vu, jamais vu



COLETTE CAPRILES

La televisión, sin sonido, muestra la vanguardia del cortejo fúnebre de Chávez, encabezada por un húsar portando una espada horizontalmente y una fila de militares en traje de campaña y boina roja, mientras les siguen los apparatchiks, de estricto rojo chavista (un tono especialmente vívido, que se desliza hacia el naranja de tanta luz bajo el sol del mediodía) con aspecto cansado, desolado, saludando a la multitud con gestos prefabricados y vagamente marciales. Ya formada una grandísima muchedumbre compacta también destellante de rojo, aparece la carroza fúnebre escoltada por la alta silueta de Maduro envuelto, distintivamente, con el traje deportivo tricolor que señala al heredero. El desleído color de la pantalla ya ofrece impresión de historia vieja. No deja de sorprender la mala calidad de la imagen y el desaliño general. No quiero oír la letanía de la locutora oficial ni los testimonios que ofrecen los asistentes. Sé que son palabras que quieren ser de amor pero también de división, de exclusión. De rabia que aún no sabe bien adónde dirigirse. Veo las caras, algunas compungidas, otras curiosas, otras estereotipadamente clase media o “humildes”, como reza el eufemismo.
Reconozco el mismo sentimiento que me produjo ver el acto de cierre de campaña de Chávez el 3 o 4 de diciembre de 1998. Creo que el lema “Con Chávez manda el pueblo” presidía la tarima. Una consigna cuya improvisada historia me contó hace poco Ernesto Alvarenga; no provino de los laboratorios de focus groups desde donde algunos creen que irradia la palabra eficaz, sino que apareció como un dicho de uno de los modestos fabricantes de pancartas que le fiaban al entonces candidato su material electoral. La audacia ingenua del propio Ernesto, dice él, la puso como backing en ese último acto de campaña, coronando varios meses de periplo que ya auguraba una victoria cómoda.
Su rubia esposa sonreía, un paso atrás del candidato, como las mujeres musulmanas. Y ahí estaba el gran predicador. Modos y maneras de pastor evangélico y tedio dominical, público llenando la avenida Bolívar, transmisión televisiva in extenso. Escribí esta impresión en mi libro La revolución como espectáculo y casi quince años después me reencuentro con ella. No sé cómo se llama, pero es eso, la sensación de ser un espectador que no puede evitar serlo, como cuando soñamos y la voluntad nos es robada por los villanos subcorticales.
Recuerdo los funerales de Rómulo Betancourt. La multitud en el aeropuerto y un poco antes, la noticia de su muerte en Nueva York, muerte en exilio voluntario lleno de significación política. Betancourt se apartó. No quiso interferir pese a lo torcido del rumbo que, a su juicio, el país estaba tomando. El petro-Estado, ya crecido, se adueñaba de la república. Yo era una adolescente inquieta y criada dentro de la estricta ideología de la izquierda universitaria: Betancourt no era precisamente la figura ejemplar. Unos años antes yo había visitado Cuba, cuando aún el turismo era peregrinaje político, como cortesía de mis padres en una especie de celebración progresista de mis quince años. Me acompañó mi hermana, un año menor. Un tour custodiado que entre otras cosas nos hizo coincidir con Fidel Castro en Cienfuegos. Y para hacer corto el cuento, nos proporcionó una filípica de cuatro horas de Castro sobre el demonio que fue Betancourt. “El dinosaurio”, lo llamaba. Monologante y maestro de la denigración, con esa voz suave y nasal, hipnótica.
Mi hermana y yo estábamos en un taxi cuando llegaba el féretro de Betancourt a Caracas. En aquella época dos muchachitas podían agarrar un taxi solas. Había cierto tráfico, y nos desviamos por la calle Negrín hacia el sur. La radio transmitía ininterrumpidamente música luctuosa cuando pasamos por los que ahora llaman “puentes gemelos”. Frente a Sears. Frente a lo que ahora es la sede de Banesco. El taxista, hasta entonces locuaz, guarda silencio. Y de pronto, reflexivo, dice: “Ahora habrá que cambiarle el nombre a estos puentes”. Estallamos en carcajadas. Y terminó siendo un homenaje curiosamente respetuoso a Betancourt y a sus “nalgas”. Fue un pequeño momento de cómica solemnidad que reconocía el tamaño de esa voluntad de construcción del país moderno que fue Rómulo.
El barbudo acabó consumando con su discípulo, y en el cuerpo de su discípulo, la venganza contra el fundador de la democracia venezolana. Quizás esa íntima narrativa sacrificial articula toda esta historia mientras los tomos de análisis politológicos y económicos se esfuerzan en descubrir sus contornos superficiales. No menos reales por cierto, pero periféricos.
Mientras escribo continúa la cadena nacional y el ataúd exhibido en el interior de la Academia Militar aparece flanqueado por Cristina Kirchner, Pepe Mujica, Evo Morales. Se intenta seguir un protocolo, pero la informalidad predominante lo desmiente a pesar de la voz marcial que lee los nombres de los titulares de los poderes públicos invitándolos a formar una guardia de honor, provocando incongruentes aplausos. Aplausos que acompañan también largamente a los hijos del presidente muerto cuando se acercan al féretro. Aquel instante de solemnidad malgré lui de aquel taxista tenía más densidad que este acto. No cesan los aplausos y el ruido oculta el duelo. Un duelo que se insiste en presentar como privado, como propio de la familia de sangre o de la familia extendida que forman sus seguidores políticos, sus votantes, y no como la despedida que una república le da a quien la presidió por voluntad popular. Y así, paradójicamente, lo que quiere ser homenaje se deforma como espectáculo.
En Cuba nadie usa corbata, claro. En Venezuela está en extinción y su ausencia es más elocuente que cualquier otra señal para marcar el país que dejamos atrás. Mientras, el que tenemos por delante está roto, partido en dos, triste, descentrado, ruinoso, desconchado, remendado, seco, aplastado, como el muñeco abandonado de un ventrílocuo que se fue.

(Tomado de PRO DA VINCI)

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