domingo, 24 de marzo de 2013

LESA MAJESTAD


Elías Pino Iturrieta

El Universal


La señora Virginia Betancourt andaría de tribunal en tribunal si se dedicase a lavar el honor de su padre, supuestamente mancillado por arteros enemigos. Probablemente nadie como su padre, Rómulo Betancourt, fundador de Acción Democrática, y uno de los artífices de la democracia venezolana, haya recibido, debido a su trayectoria de hombre público, más dardos y dicterios en la historia contemporánea de Venezuela. No sólo mientras vivió, cuando se podía defender del adversario, sino también después de su muerte, cuando no podía, desde luego, pelear por su reputación. Pero la hija no se ocupó de luchar por la fama del viejo a quien dejaba en el cementerio, sino de cuidar el testimonio de su paso mediante la custodia y la publicación de su archivo. Disponible para cualquier persona interesada, de ese archivo han manado historias desconocidas o poco trajinadas a través de las cuales se han sustentado nuevos reproches contra el político que lo construyó a través del tiempo, pero el pormenor no impidió que los papeles se ventilaran libremente. La señora Betancourt supo distinguir entre la vida pública y la vida privada, entre lo que concierne al ámbito familiar y lo que incumbe a la sociedad toda, entre el afecto filial y la sensibilidad del resto de los venezolanos, para que nos ahorráramos el espectáculo antirrepublicano de un altar hecho por los descendientes para la santificación de quien no sólo se ocupó de ellos, sino especialmente del resto del país, para bien o para mal.
El caso del presidente Chávez, recientemente desaparecido, remite a la situación antípoda. Se ha puesto en marcha una inquisición que pretende impedir cualquier tipo de críticas sobre su actividad pública. No sólo los líderes del oficialismo, sino también una considerable parte de la población estimulada por ellos, se rasgan las vestiduras ante cualquier parecer sobre la obra del “líder supremo” que les parezca irrespetuoso o irreverente. Chávez debe habitar en adelante un tabernáculo para el ejercicio de una idolatría que no admite la alternativa de la indiferencia, mucho menos la posibilidad de la reprobación. Los agentes de un santo oficio insólito están disponibles para una cacería de herejes digna de la Edad Media, debido a que se ha proclamado la transfiguración de quien, mientras llega al Panteón Nacional, habita una basílica rodeada de coraceros. Los letrados del régimen se han apresurado a redactar hagiografías, que ríanse ustedes de las vidas de santos y beatos que alguna vez pasaron frente a su inocente vista. Pero también se han involucrado los miembros de la Sagrada Familia. Se han alzado las voces de la parentela para impedir cualquier tipo de vociferación contra el patriarca, como si se tratara de un tema exclusivo de los lares domésticos. Pero, como parece que lo han tomado como afrenta nacional, pueden suceder pleitos que terminen en la presencia de un juez o en la obligación de ofrecer disculpas públicas.
En breve se puede estar ante casos que sólo sucedían en los tiempos ya lejanos de la monarquía absoluta, cuando el rey se asociaba con la presencia de la divinidad. Por consiguiente, quienes se enemistaban con las testas coronadas lo hacían también con el Dios que las había ungido. Podían terminar en el patíbulo por un crimen de lesa majestad en cuyo proceso participaba la potestad eclesiástica. Después, con el advenimiento de la monarquía constitucional, adelanto que significó la abolición de los privilegios de la aristocracia, y en especial las prerrogativas de la nobleza de la sangre, tales juicios desaparecieron para siempre. Si no pregunten a la reina de Inglaterra, acosada pero silenciosa ante lo que dice la prensa sobre las veleidades de los herederos; o traten de hablar con el rey de España, que no sabe dónde meter a la segunda infanta en días de borrasca comentados por los medios. En Venezuela, sin embargo, se ha instaurado una especie de calco de las viejas dinastías contra las que nos alzamos durante la Independencia.
En nuestra historia sólo se conoce un caso de mezcla de la familia con la política, sucedido en 1879. Enloquecido por la demolición de sus estatuas, Antonio Guzmán Blanco publicó un manifiesto titulado “A mis hijos”, en el cual incluía la lista de los demoledores de los bronces y pedía a los vástagos que los castigaran por la afrenta. Los liberales se preocuparon por la demasía, por el extravagante mandato que convertía a los Guzmán Ibarra en protagonistas de hechos que no les incumbían en una república que ya se pavoneaba por su modernidad. Hasta el viejo Antonio Leocadio, raíz de la progenie, consideró el episodio como un peligroso trastocamiento de valores: “Estás confundido, hijo de mi alma y jefe de mi patria”, dijo al Ilustre Americano. “Búscale la vuelta”, aconsejó. Fue de tal magnitud la reprobación, que el hombre que ya se consideraba como semidiós prohibió que se recordara el infeliz mandamiento. Se contentó con la restauración de la estatuaria, sin ocuparse de los “apátridas” que las mancillaron y sin meter a los pollinos en los pleitos de los burros. Hoy parece que volvemos a las andadas, si partimos de considerar la deificación en marcha, el retorno hacia los crímenes de lesa majestad y la intromisión de la familia del presidente recientemente fallecido en asuntos que están vedados en una república hecha y derecha. Pero, como tal vez no estén las cosas tan hechas ni tan derechas para que se les busque la vuelta, se refirió al principio un ejemplo de recato que no debe pasar inadvertido. 

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