LA ESTAFA DE "REFUNDAR LA REPÚBLICA"
Alonso Moleiro
Los hitos administrativos de la historia nacional han ido delineando, superpuestos, nuestro estadio actual de desarrollo social y el modesto calado de nuestro peso como nación. Hemos tenido, lo sabemos, pocos presidentes cuyo legado resista una interpretación positiva de carácter absoluto. Hemos tenido presidentes; en ningún caso grandes presidentes. En virtud de que la mayoría de nuestros gobiernos han sido malos es que Venezuela está muy lejos de ser una nación desarrollada. Así de simple. Peor aún: son estas, en buena medida, las causas que explican la decadencia que hoy padecemos.
Fue José Antonio Páez el caudillo que tuteló como un padre la harapienta y descompuesta república que emanó de la Guerra de Independencia. Cabeza visible de la denominada "aristocracia guerrera", intentó, con algún éxito, fomentar la inversión y dotar a la nación de algunas estructuras. Su memoria, sin embargo, está ligada a la prolongación y defensa de los privilegios existentes en la era colonial: una "falla de origen" que ha marcado nuestro destino como sociedad desigual hasta hoy. Últimamente se ha hecho un esfuerzo por aproximarse a su memoria con ojos más serenos, pero es cierto que hay un abismo entre el Páez de la Independencia y el del último tercio de su vida, buena parte de la cual, incluso, decidió personalmente no glosar en sus Memorias.
Pese a su carácter vanidoso y sus hábitos corrompidos, fue Antonio Guzmán Blanco el primer administrador cabal que tuvo la República. Promotor de una legislación civil avanzada; un político mucho más culto que los del resto de su generación, bajo su mando, por primera vez, Venezuela comenzó a dejar de parecerse a un gallinero para tener cara de nación: baste decir que es a partir de sus disposiciones que en este país se legalizó el divorcio, se decretó la instrucción pública obligatoria, se organizó un presupuesto, se creó una moneda y se escogió un Himno Nacional.
Juan Vicente Gómez es, a los efectos históricos, el arquetipo local del tirano sin escrúpulos: el responsable de que Venezuela entrara al siglo XX en 1935, tal y como lo afirmara el tantas veces citado Mariano Picón Salas. Su único mérito: dotar al país de un verdadero ejército profesional y devolverle un mínimo de coherencia a la política interior de la nación, poniendo fin a los caudilletes anarquizados y unilaterales. Quedó por fin derrotado el mito del germen levantisco e incorregible que tuvo la política venezolana por siglos. Gracias a ese y a otros motivos colaterales, Venezuela tuvo, como lo anotara Manuel Caballero, un logro por demás sorprendente: un siglo entero sin guerras civiles.
La llegada del petróleo cambió para siempre la identidad nacional. Con ello, felizmente, aparecieron algunos administradores eficientes: López Contreras, Medina, Pérez Jiménez y Rómulo Betancourt. El balance de sus gobiernos es desigual; las diferencias entre ellos, en algunos casos, es abismal; y el juicio crítico de la historia en parte de sus ejecutorias será, con seguridad, muy severo. Pudo el país en esos años, sin embargo, dar pasos claros para salir de la barbarie: dominar endemias tropicales, triplicar centros de salud y educación, electrificar al país y levantar interesantes proyectos industriales y de infraestructura.
Más allá de sus excesos, que para mí son inobjetables, gracias al obrar de Rómulo Betancourt los venezolanos conquistaron, además, el voto universal, directo y secreto, y un detalle fundamental para asentar sociedades civilizadas, absolutamente inconcebible breves años atrás: el cambio de mando pacífico de una fuerza política hacia otra. Cambio que se concretó con la llegada de Caldera, en 1968, y también la de Hugo Chávez, 30 años después. Cuando digo "Betancourt", podría extenderme un poco hacia algunos liderazgos vinculados a su persona, como Raúl Leoni, y los primeros gobiernos de Rafael Caldera y Carlos Andrés Pérez.
Son presidentes que se equivocaron en innumerables ocasiones; algunos de ellos cometieron excesos y tropelías inexcusables y le hicieron un enorme daño a la nación con sus delirios y cálculos incorrectos. Los aludo porque, con sus taras, que en algunos casos son enormes, lograron dejarle a los venezolanos los haberes de que hoy disfrutamos como ciudadanos. Sus nombres se superponen a los de Monagas, Falcón, Joaquín Crespo, Ignacio Andrade, Cipriano Castro. Presidentes que no acertaron como administradores, que no supieron dejarle al país herencias de cuantía.
En dos palabras: que dejaron las cosas peor de lo que las encontraron.
En El Laberinto de la Soledad, Octavio Paz explica que las revoluciones, muy especialmente las latinoamericanas, suelen presentar una interpretación de la historia y una mecánica para asentarse en el poder que presenta elementos sorprendentemente simétricos. Los revolucionarios arriban al gobierno haciendo ascos de todo lo que encontraron inmediatamente antes de su llegada. El propósito de "refundar" la república los anima a buscarse nuevos logotipos y nomenclaturas, a reinterpretar la nación en sus términos, a romper de cuajo con todo lo existente para, a continuación, proponernos un "regreso a las raíces", aproximadamente antropológico: organizar a la sociedad tomando como referencia lo que previeron nuestros ancestros; modelos comunales primigenios, "incontaminados", lo que dispusieron nuestros indígenas, presumiblemente apacibles y perfectos.
La llegada del chavismo ha coincidido con un brutal aumento en la renta petrolera. Se ha producido un agresivo y plausible proceso de transferencia de recursos e inversión social. En sus procedimientos concurren, sin embargo, como en todas las revoluciones, casi todos los vicios de los gobernantes del pasado, con muy pocas de sus virtudes. ¿Cuál será el rasgo distintivo, el logro permanente, la conquista que los venezolanos contabilizarán en estos, los años de su predominio político? No alcanzo a ver ninguno.
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