Rodolfo Terragno
Confieso que no tengo, para escribir sobre Hugo Chávez, la necesaria objetividad. Lo recuerdo conspirando, desde los cuarteles, contra el gobierno democrático que nos salvó la vida. Me refiero al gobierno de Carlos Andrés Pérez, que abrigó con ilimitada generosidad chilenos, bolivianos, uruguayos y argentinos perseguidos por las criminales dictaduras del Cono Sur. En mi caso y el de un puñado de compatriotas, a quienes habíamos osado defender los derechos humanos, y denunciar secuestros, en la cara de Jorge Rafael Videla. Hago de todos modos un esfuerzo de neutralidad para juzgar al desaparecido. La muerte obliga a hacer un balance. No niego (sería absurdo) su liderazgo. Ni la influencia que tuvo más allá de Venezuela. Me conmueven los millones de venezolanos que hoy lo lloran como se llora a un padre. Pero el balance, a mi juicio, cierra en rojo. No el rojo que le sirvió a él de divisa, sino el rojo contable que muestra un “debe” superior al “haber”. El socialismo no se declama. Se ejecuta. Después de 14 años de chavismo, el 10 por ciento más rico de los venezolanos tiene un ingreso 19 veces superior al del 10 por ciento más pobre. Igual que en Rwanda. En Vietnam la diferencia es 7.
Y si el antiimperialismo es saludable, hay que ser consecuente con él.
El principal socio comercial de Venezuela es hasta hoy Estados Unidos, que depende en buena medida del petróleo venezolano. El año pasado Chávez lo abasteció de crudo por un valor de 40.000 millones de dólares y le compró 20.000 millones en alimentos.
La herencia de Chávez no es una Venezuela más justa ni más independiente. Es una casa dividida. Confronta a dos sectores, separados por el encono. La reconciliación será muy difícil, y cuesta imaginar que cercana.
Se ha abierto ahora un período de incertidumbre. La sucesión no está decidida y el aparente heredero, Nicolás Maduro, procura disimular su debilidad mostrándose más chavista que Chávez. Con sorprendente extravagancia, acusa a Estados Unidos de haber inoculado el cáncer al líder, y expulsa a un miembro de la embajada norteamericana. A este paso, su imprudencia podría causar una peligrosa inestabilidad política. Y a sus espaldas se advierte una sombra nada tranquilizadora: la de Diosdado Cabello, Presidente de la Asamblea Nacional, que controla de hecho las fuerzas armadas y no le hace asco al poder.
La oposición se ilusiona con un triunfo de Henrique Capriles en las próximas elecciones. Sin duda, su ascenso significaría un cambio. Pero el hipotético Presidente tendría enfrente al chavismo, arengando a multitudes exacerbadas, y a la Fuerza Armada Nacional Bolivariana, con su cuarto millón de efectivos, más la Milicia Nacional Bolivariana, creada por Chávez para armar a sectores civiles.
Es una perspectiva que inquieta. A una legión de venezolanos, pero también a quienes aprendimos a querer a ese país, y a sufrir con él.
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