EL CASTRISTA QUE SUPERÓ A CASTRO
JOSÉ RODRIGUEZ ELIZONDO
La Segunda 6.3.2013
Para muchos de sus primeros analistas, Hugo Chávez era el pupilo
rico y no muy inteligente del listísimo Fidel Castro.
Hoy está claro que aquello no pasó de ser una caricatura. En definitiva,
el líder venezolano fue una excepción entre los discípulos del cubano
incombustible, por tres razones básicas: nunca pretendió conquistar a los
intelectuales, su fuerza venía del ejército regular y no de una guerrilla
castrista y emergió a la notoriedad cuando Castro viajaba hacia el otoño. Los
seguidores de éste ya estaban bajo tierra o en “el reformismo” y –más grave aún-
había quedado sin la cobertura económica
del comunismo soviético.
Por eso, Castro no apareció en su vida para darle el abrazo regional
del oso, como hiciera con los jefes guerrilleros sesentistas, los comunistas de
obediencia soviética y los socialistas históricos. Por el contrario, fue él
quien apareció en la vida de Castro, para seducirlo. El primer paso lo dió en 1995, cuando -recién
salido de la prisión por golpista- fue a La Habana para insinuarse como ejecutor
del sueño del patriarca: “Con el petróleo venezolano la revolución continental
sería cuestión de meses”, había dicho éste a su instrumental teórico francés
Régis Debray, 36 años antes.
Tras su éxito electoral de 1998, Chávez dio señales de que no sería
el vicario de Castro, sino el Bolívar socialista del siglo XXI. Pero, para
mitigar los siempre temibles celos del cubano, mantuvo su talante de discípulo
respetuoso y, más importante aún, de financista petrolero. Sabía que a un mecenas
no se le mira el diente ni se le dice, como a Salvador Allende, “mátate o muere
matando”.
Así fue como Chávez inauguró una nueva metodología de toma del poder
total, en cinco fases: Golpe militar fallido, pero mediático; conquista del
gobierno en lid democrática, aunque despotricando contra la Constitución; tiro
de gracia a la “moribunda Constitución”, para elaborar una a su medida;
asistencialismo popular, y “chavistización” de las Fuerzas Armadas. En ese diseño,
lo que mantuvo del castrismo ortodoxo fueron las técnicas stalinianas de
endiosamiento del jefe. La fe, como sustituto de la razón, en detrimento de la
forja de nuevos líderes y de la posibilidad de reinstitucionalizar
democráticamente a Venezuela.
Así vino su control hegemónico de las palancas civiles del Estado,
la provocación retórica al “imperio” (aunque cuidándolo como cliente petrolero),
la inversión en líderes extranjeros, la intervención polarizante en América
Latina y la perseverancia en ese “electoralismo”, tan aborrecido por Castro. En
definitiva, Chávez entendió que en la posguerra fría no debía romper con la
legalidad formal ni con la clientela comercial establecida. Su gran test confirmatorio
se produjo cuando, con excepción de Chile, los países de la región condenaron
el golpe de Estado en su contra, en abril de 2002.
En el balance internacional, los hechos dicen que el tosco coronel
Chávez fue más eficiente que el refinado abogado Castro. En vez de promover
focos antisistémicos artesanales, se erigió en líder de una alianza
“bolivariana” (ALBA) que comprende Bolivia, Cuba, Ecuador, Nicaragua, varias
islas caribeñas e, informalmente, la Argentina kirchnerista. Además, introdujo
en la región a aliados bastante incómodos. Ayer, la Libia del difunto coronel Gaddafi;
hoy, el Irán de Mahmud Ahmadinejad y los ayatolas. En tales emprendimientos, supo
beneficiarse con la neutralidad benévola y casi ingenua del Brasil de Lula; la rara
contención de su muy insultado George W. Bush; la resignación, eventualmente
timorata, de los demás gobernantes de la región –sólo Alan García supo pararlo
en seco-, y la tradicional impotencia de la OEA, a cargo de su también insultado
José Miguel Insulza.
Lo anotado permite pronosticar que la vida no será fácil para los presuntos
administradores del chavismo. Productos de ese complejo de Blanca Nieves que
suele aquejar a los “hombres fuertes”, ellos lucen –dentro y fuera de
Venezuela- más como funcionarios diminutos o portavoces de médicos anónimos, que
como líderes. Doblemente grave pues, en el vacío de poder que reflejan, tampoco
la oposición se muestra capaz de actualizar las enseñanzas de Rómulo Betancourt,
el patriarca democrático, intentando un equivalente al histórico Pacto de Punto
Fijo de 1958.
En este contexto la suerte de Venezuela, de sus socios externos y de
la internacional bolivariana, hoy está dependiendo de las Fuerzas Armadas, en
cuanto institución permanente. Visto que sus mandos fueron educados en el
antagonismo entre la politización y la eficiencia profesional, la burocracia
chavista suele mirarlos con recelo. Por otra parte, es inevitable que los
militares institucionalistas comiencen a expresar en voz más alta su recelo histórico
hacia los comisarios militares de Cuba. Saben que descienden de los comandantes
sesentistas que encuadraron a los guerrilleros locales, durante el régimen de
Betancourt.
Quizás por ello, los albistas ponen sus barbas en remojo, el
diputado Fidel Castro calla y su hermano Raul toma una medida audaz: siguiendo
los ejemplos de la reina Beatriz de
Holanda y del Papa Benedicto XVI, se ha comprometido a gobernar sólo hasta 2018,
cuando apenas tenga 86 añitos, de los cuales 58 en la cúpula del poder.
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