Cameron y Maduro: una sola coincidencia
Francisco Rubio Llorente
En lo exterior, estos dos políticos bien podrían ser habitantes de planetas distintos. Es inconcebible que el primer ministro británico hubiera podido caer víctima de un delirio semejante al que el presidente venezolano padeció a comienzos de su mandato, y creyese ver a la señora Thatcher posada en su hombro para gorjearle consejos políticos; e imposible imaginarlo enfundado en un chándal estampado con los colores de la bandera británica. Extremadas son también sus diferencias políticas. Cameron es un destacado paladín del capitalismo y el más ardiente defensor de la globalización (aunque sólo en lo que toca a la libertad de movimientos de capitales, porque en la de las personas, lo es poco o nada). Maduro querría sustituirlo por un sistema económico del que hasta el presente sólo conocemos el nombre y sus desastrosas consecuencias prácticas, pero no la teoría, cuya ausencia se intenta suplir con la multiplicación de eslóganes hueros. Y, por supuesto, es también enemigo jurado de la globalización, de la libertad de movimientos de capitales e incluso de la de cambio de divisas, que ha impedido sujetando el del bolívar a un control crecientemente complejo, absurdo y empobrecedor.
La magnitud de estas diferencias no ha impedido, sin embargo, la sorprendente coincidencia de ambos en la voluntad de sustraer sus países a la jurisdicción los respectivos Tribunales de Derechos Humanos, e incluso en la argumentación empleada para justificarlo. Más directa, simple, casi elemental, la de Venezuela; más sutil, compleja, y, tal vez por ello, más débil jurídicamente, la del Reino Unido, pero basadas ambas en la idea de que las decisiones de esos tribunales violan la soberanía nacional de sus Estados porque hacen una interpretación injustificadamente amplia o laxa de los convenios que han de aplicar.
Venezuela dejó de estar sujeta a los órganos jurisdiccionales interamericanos (Corte y Comisión) en septiembre de 2013, transcurrido el plazo de un año desde la presentación de la nota de denuncia, en la que se atribuye esa interpretación inadecuada (“uso pervertido”, dice) a un grupo de burócratas al servicio de la política imperialista. A tenor de los ejemplos que la nota ofrece, ese “uso pervertido” se ha concretado sobre todo en la admisión a trámite de recursos que deberían haber sido rechazados por no haber cumplido sus autores la obligación de agotar las instancias nacionales.
El Reino Unido aún no ha abandonado la jurisdicción del Tribunal Europeo y ni siquiera ha iniciado el camino para liberarse de ella mediante la denuncia del convenio, pero el Gobierno de Cameron amenaza con hacerlo si el Tribunal (y con él los demás Estados miembros del Consejo de Europa) no aceptan la sorprendente tesis de que las sentencias de Estrasburgo no son verdaderamente tales, sino dictámenes de un cualificado órgano consultivo que los legisladores y jueces de los Estados miembros deben tomar en consideración, pero que en modo alguno están obligados a seguir.
El documento que recoge este ultimátum y anuncia además el propósito de derogar la vigente Ley de Derechos Humanos, (puede verse en http://s3.documentcloud.org/documents/1308660/protecting-human-rights-in-the-uk.t) menciona como ejemplos especialmente dolorosos de sentencias que han violado la soberanía británica varias que han considerado contrario al Convenio Europeo privar del derecho de voto a los reclusos y la que declaró que la decisión que obligaba a un inmigrante a retornar a Somalia, donde corría grave riesgo de ser asesinado, violaba el derecho a la vida.
Ambas decisiones, la venezolana y la británica, son lamentables muestras de una regresiva tendencia que pone en riesgo el mayor logro del Derecho Internacional de la posguerra y vuelve a considerar la protección de los derechos como asunto puramente doméstico. Sorprendentes e inquietantes son también las dos; más sorprendente tal vez la británica, por partir de un país que impulsó con energía la aprobación del Convenio Europeo y participó muy activamente en su elaboración, pero más inquietante sin duda la venezolana.
De una parte, porque en el Reino Unido el nivel de protección de los derechos es en general más que aceptable y satisface en la mayor parte de los casos el estándar internacional. No en todos, claro está, pues de otro modo la reacción de Cameron no tendría sentido (Reino Unido ha sido condenado dos veces en lo que va de año, tres en el pasado, y trece en el anterior). De la otra, porque aunque las propuestas británicas contarán seguramente con simpatizantes en otros países europeos (por ejemplo, en el nuestro, los ardientes críticos de la sentencia Parot), no parece probable que los restantes miembros del Consejo de Europa pudieran aceptarlas si el Tribunal no lo hace, y es imposible que este lo haga, e impensable que se incline a modificar su jurisprudencia para hacerla menos ingrata a los conservadores británicos.
En Venezuela, por el contrario y desgraciadamente, el nivel de protección ha estado siempre por debajo del británico y pese a las abundantes declaraciones constitucionales, tan ampulosas como hueras, está ahora en uno de sus peores momentos. De otro lado, ni Venezuela es el primer país que abandona el sistema interamericano (antes lo hizo Trinidad-Tobago y Ecuador amenazó, aunque retiró después su amenaza) ni, lo que es más grave, la firmeza de la Corte Interamericana en el mantenimiento de su doctrina parece tan asegurada como la del Tribunal Europeo.
Un temor que encuentra fundamento en las críticas que frente a ella han formulado alguno de sus miembros, no a través de sus sentencias, sino en foros políticos y, sobre todo, en el hecho de que la Corte, en dos sentencias recientes, haya abandonado esa doctrina en dos puntos fundamentales y precisamente en el sentido más favorable a Venezuela. La primera de ellas desestimó el recurso de la vicaría de Derechos Humanos de la archidiócesis de Caracas, que imputaba a la República Bolivariana la violación del derecho a la vida del señor Castillo González, un abogado ocupado en la defensa de los derechos humanos en una zona de la frontera con Colombia especialmente peligrosa, por no haber adoptado las medidas necesarias para protegerla y haber permitido después que su asesinato quedara impune. La desestimación introduce un cambio sustancial en la doctrina hasta ahora mantenida. La Corte sigue afirmando que el derecho a la vida impone a los Estados, junto la obligación negativa de no atentar contra ella, la positiva de adoptar medidas administrativas y penales para protegerla frente a los demás; pero añade que esa obligación positiva sólo se infringe cuando la pasividad del Estado resulte contraria a pautas objetivas, o irrazonable de modo manifiesto, condiciones ambas que sorprendentemente considera que no se dan en este caso, aunque pese a las reiteradas amenazas de muerte, el señor Castillo no contase con protección policial adecuada, y no se hayan investigado los abundantes indicios de que los dos criminales a sueldo que lo asesinaron e hirieron gravemente a su mujer y a su hijo actuaban en connivencia con un conocido alcalde e incluso algunos mandos policiales.
Un cambio semejante en la doctrina continuada de la Corte es perceptible en la sentencia del pasado 27 de mayo que inadmite el recurso del señor Brewer Carías, un destacado profesor y abogado venezolano, por no haber agotado, antes de interponerlo, todas las instancias internas. En casos como este, en los que se denuncia la violación de los derechos a ser oído por un tribunal independiente e imparcial, al debido proceso legal y a la defensa, a la protección judicial y a la libertad y la seguridad personal, la doctrina constante de la Corte era, en síntesis, la muy razonable de que la decisión sobre la necesidad de agotar previamente las vías internas es indisociable de la decisión sobre el fondo, pues al alegar que no puede cumplirla, el recurrente está imputando realmente al Estado una nueva violación de esos mismos derechos. En la mencionada sentencia, adoptada por mayoría, la Corte lo deja, sin embargo, de lado con argumentos duramente criticados en el voto particular suscrito por dos jueces.
No es tanto el hecho de que en estos dos casos la Corte se haya apartado de su doctrina como la inconsistencia del razonamiento con la que lo justifica la que alienta el temor de que el cambio implica un cierto allanamiento frente a las “soberanías nacionales”. Ojalá el temor se demuestre infundado.
Francisco Rubio Llorente es catedrático jubilado de la Universidad Complutense y director del departamento de Estudios Europeos del Instituto Universitario Ortega y Gasset.
No hay comentarios:
Publicar un comentario