miércoles, 7 de diciembre de 2016

Fidel Castro mandó a fusilar a mi padre; no lamento su muerte

ILEANA DE LA GUARDIA

14 Y MEDIO

Amanece en París, este 26 de noviembre, el sol apenas se asoma. Desde mi sueño profundo escucho un teléfono sonar. No quiero descolgarlo. Es mi marido quien lo hace. Su voz me dice:
" Se murió, se murió, despierta! ¡Se Murió Fidel!"
Yo murmullo:
"Otra vez él... Otra vez va a sacarme del sueño"
Así fue hace 27 años, cuando me anunciaron el arresto de mi padre. Y, por tanto, esa llamada me persigue como un fantasma. No, yo no quiero despertar, él no tiene ese derecho.
Algunas horas más tarde salgo de la cama y desde mi ventana, en el horizonte, veo la Torre Eiffel, mi símbolo de libertad, de mi libertad. Regresan entonces horribles recuerdos: el del asesinato de mi padre, por supuesto, y el de tantos otros que pagaron con sus vidas la ceguera de un tirano.
Esta vez por fin ¿habrá muerto de verdad? Ninguna duda. Yo me siento aliviada, como liberada de la persecución de una sombra maléfica.
El monstruo murió en su cama sin ni siquiera ser molestado por sus crímenes. Los funerales están ya bien preparados. Nada queda al azar. Nadie irá a escupir sobre sus cenizas. Y sin embargo...
Mi padre, Tony de la Guardia, partió al amanecer del 13 de julio de 1989. El no tuvo la suerte de llegar a viejo, de conocer a sus nietos, era un hombre de confianza del tirano. Le había servido en difíciles misiones militares a veces secretas.
El 12 de junio de 1989, fue arrestado por la policía política. Un mes más tarde, luego de un proceso expeditivo, al que me permito calificar como estalinista, Fidel Castro, lo mandó a fusilar sin piedad. No había ni traicionado, ni estafado, ni robado. Sólo había ejecutado las órdenes del mismo Castro: "Buscar divisas extranjeras por todos los medios para salvar a Cuba del naufragio".
Ese día el mundo se derribó a mi alrededor Yo era joven, poco politizada, convencida de que Fidel (al que entonces, como tantos de mi generación, apodaba El Cangrejo porque con él todo iba siempre para atrás), teniendo en cuenta las misiones de mi padre, le perdonaría la vida. No fue así. Al mismo tiempo que a mi padre, hizo fusilar a Arnaldo Ochoa. El gran general del Ejército cubano, El León de Etiopía como lo llamaban los africanos cuando cumplió misiones allí. Otros dos oficiales, Amado Padrón y Jorge Martínez, también fueron enviados al paredón de fusilamiento. Mi tío, el general Patricio de la Guardia, hermano gemelo de mi padre, fue condenado a 30 años de prisión "por no haber denunciado oportunamente a su hermano", tal como reza textualmente en el pedido de condena efectuado por el fiscal. El está hoy en Cuba bajo residencia vigilada.
Todos esos hombres cayeron bajo la sospecha de sentir una cierta debilidad por la perestroika de Gorbachov. Castro no tenía estrictamente ninguna prueba, solamente dudas, por comentarios de descontento hechos en alguna parte, en alguna reunión de oficiales, en encuentros familiares. Él debía dar un ejemplo. Impedir que esa ola se expandiera. Ser despiadado. Ejercer el terror para perpetuar su reino... Por siempre.
A pesar de estos recuerdos terribles, salgo a pasear por París. La ciudad que me abrió sus brazos. Me doy cuenta de la suerte que tengo. Llegué a Francia en 1991, al país de Voltaire, el adalid de la libertad de expresión. Voltaire, el enemigo eterno de los tiranos, al que quiero cada día más, pues conozco el precio de la libertad.
Curiosamente, estoy feliz, incluso, si por principios no debemos alegrarnos de la muerte de un ser humano. Lo sé, no debería saltar de alegría, pero no puedo contenerme. Pues más allá de los funerales que se pretenden grandiosos y dóciles, como en todos los regímenes comunistas, al que veo es al verdugo. El hombre duro, implacable, dispuesto a sacrificar a sus más cercanos colaboradores para proteger su sistema.
Y su poder. ¿Cómo no ver a mi padre atrapado en las mentiras del dictador? Para deshacerse de él y de los demás, Castro les vendió una fábula perversa y criminal; por el bien del país, de la revolución, les pidió que se autoinculparan por faltas que no habían cometido. Un clásico en los regímenes estalinistas, donde los hijos denunciaban a sus propios padres.
En aquella época, la agencia de lucha contra las drogas de Estados Unidos, la DEA, sospecha que Fidel Castro presta, cobrándoles caro, partes de su territorio, e incluso sus aeropuertos, a narcotraficantes colombianos como zona de tránsito. Esa agencia tiene pruebas irrefutables: fotos y testimonios de mafiosos del cartel de Medellín. ¿Cómo escapar a esa trampa? Convirtiendo en chivos expiatorios a algunos altos oficiales, bajo sospecha de simpatías por Gorbachov. Mi padre, como los otros, persuadido de que Fidel les demanda un nuevo sacrificio, y quizá protegiendo a su familia, acepta esta farsa sin imaginar que le costará la vida.
El proceso fue un simulacro, una pesadilla. Al finalizar el juicio el monstruo los hace fusilar como traidores. Yo vivo con esta imagen de horror desde hace 27 años. Veo la sonrisa de mi padre, agotado por el encarcelamiento y los interrogatorios. Su última mirada llena de ternura. No nos permitieron ni siquiera poner su nombre sobre una tumba en el cementerio de La Habana. Fue borrado de la historia. Olvidado, tirado en una fosa común, como los herejes en la Edad Media.
Hoy, grito su nombre para que jamás sea olvidado: Tony de la Guardia, mi padre querido. Que mi voz atraviese el Atlántico, hasta el Malecón de La Habana, allí donde los sueños se pierden en el horizonte.
Desde París, pienso en todas esa familias cubanas que han vivido tragedias similares a la mía. Ellas también lloran a sus muertos en silencio y el miedo en el vientre, con la esperanza de que quizás un día tendrán el derecho de regresar a casa.
Hoy el déspota no es más que una urna con cenizas, pero su sistema no se derrumbó con él. La maquinaria de propaganda funciona a todo vapor. La policía política no se ha declarado en huelga: espía, vigila, intimida, golpea y aísla a todos aquellos que disienten, a todos aquellos que reclaman.
Raúl Castro ha emprendido algunos insuficientes cambios, es cierto, ¿por qué negarlo? ¿Una mascarada más? ¿Un simple truco para escapar al juicio de la Historia?
A aquellos que lloran por Fidel, con lágrimas sinceras o de cocodrilo, les pido que abran los ojos, que escuchen los relatos de dolor de centenares de familias víctimas de la dictadura. La dinastía castrista parece querer perpetuarse para no tener que rendir cuentas después de más de 50 años en el poder.
Difícil hacerse ilusiones: los descendientes del comandante siguen manejando los hilos del país. Fidel está muerto, pero los suyos siguen al mando. El hijo de Raúl Castro dirige los servicios de represión e inteligencia y su yerno maneja la economía del país con mano dura.
Sin odio, sin rencor, reclamo justicia para mi padre y para los demás, opositores políticos, poetas malditos, homosexuales, militares disidentes. Esta dinastía de acaparadores debe irse.
Ellos me quitaron todo. No tengo ni siquiera el derecho de pisar la tierra de mi familia que me vio nacer. Yo no tengo propiedades, ni fortuna, pero poseo el más bello de todos los diamantes: la libertad.
Yo se la ofrezco a mi padre, mártir cubano. Un día pondré un ramo de flores y una estela sobre su tumba. Lo juro.
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Nota de la Redacción: Este texto fue publicado el 1 de diciembre de 2016 en Le Nouvel Observateur. Lo reproducimos con autorización de su autora.

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