martes, 6 de diciembre de 2016

Todo lo que no se puede preguntar en Cuba tras el entierro de Fidel Castro

CARLOS ALBERTO MONTANER

Casi nadie sabe cómo fueron sus últimas horas. ¿Murió, súbitamente, de un paro cardíaco, agonizó durante varios días, o se ahogó por una obstrucción en la garganta, como se rumora en La Habana sotto voce?
¿Por qué la prisa en cremarlo? ¿No querían que su última imagen fuera la de un ancianito frágil y empequeñecido con cara de loco? ¿Por eso hicieron desfilar al pueblo frente a una fotografía del comandante heroico en la Sierra Maestra? Hay una vieja tradición de coquetería revolucionaria. Una de las últimas peticiones de Stalin fue que le arreglaran el bigote.
¿Por qué guardaron las cenizas en una urna en la Sala Granma del Ministerio de las Fuerzas Armadas Revolucionarias, lejos de la multitudinaria presencia del pueblo? ¿Temían el escenario improbable de que se desbordaran las pasiones? ¿O solo querían que sus ancianos camaradas de armas, como Ramiro Valdés, pudieran despedirse íntimamente del caudillo y jefe que los guió hasta la victoria y los convirtió en personajes importantes, aunque odiados y temidos?
¿Es verdad que los restos mortales del comandante no viajaron en ese precario jeep que supuestamente los trasladaba hasta su última morada para no arriesgarlos en la aventura de una carretera desguazada por la incuria gubernamental? ¿Prevaleció la idea de darles a los cubanos una despedida simbólica? ¿Qué importaba que el vehículo cargara arena o las cenizas de otro cadáver si se trataba de un acto puramente ritual? Si Raúl jugó con el cadáver de Hugo Chávez, ¿por qué no haría lo mismo con el de su propio hermano?
¿Es cierto que planeaban dar el cambiazo de cenizas en la madrugada del domingo, poco antes de la inhumación? Usar dobles fue una treta que Fidel Castro utilizó frecuentemente en vida, ¿habrá continuado la costumbre tras su muerte? ¿Es una muestra de la astucia revolucionaria de la que tanto se ufanaba cuando habitaba en este valle de lágrimas?
¿Por qué no entrevistaron a su viuda oficial y a los cinco hijos que tuvo con ella? ¿Por qué los periodistas no registraron las reacciones de los otros diez herederos extraoficiales –vástago más, vástago menos– que se le conocieron o se le intuían, o a la otra decena de madres dolientes y presumiblemente desesperadas que alguna vez amaron al Máximo Líder y se animaron a parirle un hijo?
¿Es verdad que entre la familia de Raúl y la de Fidel apenas hay vasos comunicantes? ¿Es cierto que los herederos de Raúl se consideran revolucionarios dedicados y perciben a sus primos como bon vivants despreciables que malgastan insensiblemente los recursos que les entregan en los pecados de la dolce vita, mientras ellos engrandecen el legado de sus mayores en tareas patrióticas?
¿O se trata, tal vez, de la variante doméstica y familiar del enfrentamiento entre fidelistas y raulistas que, afirman los entendidos, existe en la raíz de la cúpula gobernante desde que en 2006, precipitadamente, Raúl llegó al poder colgado de los intestinos de Fidel severamente afectados por la diverticulitis?
¿Cómo se siente, realmente, Raúl Castro tras la desaparición del hermano mayor que le dio las ideas, el impulso vital, la estructura de valores, lo convirtió en comandante, en ministro, luego en presidente, y le regaló un país para que hiciera o deshiciera a su antojo, sin dejar de hacerlo sentir a cada momento que era un pigmeo intelectualmente inferior, sin imaginación, lecturas o carisma?
¿Raúl es víctima del amor-odio y de la admiración-rechazo que provocan las relaciones en las que una parte se sabe a remolque de la otra? ¿Resiente más las humillaciones recibidas o le agradece que le haya fabricado una vida notable? La gratitud es la emoción más difícil de manejar por la mayor parte de los seres humanos.
¿Es Raúl consciente de que la adhesión juvenil sin fisuras que le despertaba el hermano-héroe se fue transformando en la evaluación crítica del hermano-loquito, con más sombras que fulgor, que vivía en un universo de palabras o de iniciativas desquiciadas –vacas enanas, siembras de moringa y otras mil tonterías– que fueron destruyendo paulatinamente la base material que sustentaba la convivencia de los cubanos?
Y queda, por supuesto, la más importante de todas las preguntas: ¿qué ocurrirá en el futuro, ahora que Fidel Castro yace en el cementerio de Santa Ifigenia, bajo una pesada lápida, cerca de la tumba de José Martí? Ese será el tema de un próximo artículo.
 

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