LUIS UGALDE sj
El Nacional
En los tiempos de la Revolución Francesa "Fraternité ou la Mort" se incorporó tarde a “Liberté, Egalité”, cuando estos ya llevaban un tiempo agitando las calles y los espíritus. Luego se expande la modernidad con leyes que consagran libertades y derriban barreras estamentales que ponían a los de abajo a los pies de los de arriba. Pero las leyes obligantes no saben qué hacer con la “fraternidad”, tan religiosa ella y tan fuera de lugar en una sociedad racionalista y laica. Los derechos humanos de la ONU de 1948 afirman con contundencia que “todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y derechos” y recomiendan piadosamente “comportarse fraternalmente los unos con los otros”. La fraternidad no se puede imponer por leyes positivas, sino que brota –como diría san Ignacio– de la “ley interna de la caridad”.
En las sociedades tradicionales el individuo es definido y llevado por lo colectivo y lo social. Con la revolución política liberal se abre cierto espacio a la autodefinición libre y al autodesarrollo. Libertad no como privilegio exclusivo de quienes habitan en la parte alta de la pirámide social, sino atributo reconocido a todos los ciudadanos con iguales derechos políticos. Pero para conseguir la “igualdad” no basta eliminar las trabas estamentales de las sociedades donde la cuna de nacimiento determina la categoría social de la tumba; es imprescindible que la sociedad brinde a los individuos la igualdad de oportunidades sociales. En la pobre aldea tradicional el reconocimiento y el parentesco enlazan, unen y comparten, mientras que en las actuales ciudades cosmopolitas millones de consumidores anónimos, “libres e iguales” poseen más objetos, pero la fraternidad se esconde en semiclandestina supervivencia. La fraternidad no la pueden producir leyes externas igualitarias, ni la libertad de los egos, sino el mutuo reconocimiento, donación y afirmación. La fraternidad revoluciona y forma sujetos en la medida en que se reconocen como tales; reconocimiento que es un don gratuito y no un pago. En mundos donde el reconocimiento escasea, la fraternidad es un horizonte perdido, es la añoranza de un Dios-amor trascendente y gratuito que nos reconoce, se nos entrega y nos transforma en fuente de vida. Sin la revolución espiritual de la fraternidad las sociedades –a pesar de todos sus admirables progresos–, son un mundo entregado a la muerte de la indiferencia, de la negación mutua y de la guerra. Un intelectual español hace poco se definía como hombre de cabeza agnóstica y corazón cristiano; los ilustrados más racionalistas también llevan la fraternidad como paraíso deseado. En el fondo de cada uno hay una última convicción metarracional de que los humanos no somos un chinchorro de ilusiones colgado entre dos nadas: nada antes de nacer y nada después. El mundo humano es algo distinto de un gran mercado.
Navidad en Venezuela.
Navidad cristiana es don y gratuidad, oasis de abrazos y reconocimientos en torno a un Niño que se nos da en este desierto de individualismos posesivos… En la absurda (valga la redundancia) Primera Guerra Mundial en 1914 cientos de miles de hombres se pudrían, obligados a matarse en las trincheras francesas. De pronto, en el silencio de las armas de la tregua navideña irrumpió el divino canto de la “noche de paz, noche de amor” cantado a una en su lengua (Stille Nacht, original austríaco-alemán y Silent Night, inglés) en ambas trincheras momentáneamente hermanadas. La melodía del alma única y corazón común armonizaba sobre las armas enfrentadas. Sin fraternidad somos lobos unos contra los otros, “homo homini lupus”. El progreso sin reconocimiento no construye el “nos-otros” como vida compartida.
En Venezuela no avanzaremos mucho en la conquista de la libertad y de la igualdad efectivas para todos, sin el radical descubrimiento del don de la fraternidad que somos unos para los otros. Somos lobos enfrentados que se destruyen mutuamente, pero al mismo tiempo llevamos dentro lo que al donarlo (donarnos) nos transforma de fieras en hermanos; el mutuo don es el reconocimiento de que en el otro encuentro mi yo divinizado al convertirse en “nos-otros”. San Francisco de Asís transformaba al lobo en hermano. Este es el significado profundo de la Navidad: en el Niño que nace contemplamos a Dios desarmado que se hace nosotros, que nos reconoce y asume nuestra condición para que nosotros nos transformemos por el amor en hermanos divinizados. Religiosa o laica, sobria o extremadamente comercializada, lo siempre nuevo y propio de la Navidad es la gratuidad, el reconocimiento y veneración del niño que no tiene poder; en el don personal se encienden la luz y la alegría del encuentro mutuo. Navidad en Venezuela en plena guerra y miseria, con poca comida y escasos regalos… pero Navidad como la del canto único que salió en 1914 desde el alma común y fraterna de los soldados mandados a matarse, pero convencidos de que el enemigo es el hermano. Verdaderamente ¡fraternidad o muerte! “Sabemos que hemos pasado de la muerte a la vida porque amamos a los hermanos” (1 Juan 3,14).
No hay comentarios:
Publicar un comentario