sábado, 24 de junio de 2017

Crítica de la razón chunga


Desde un cierto punto de vista parece claro que en la historia todo es cuestión de grado. Ello significa, por lo pronto, que la afirmación de que no hay nada nuevo bajo el sol, aunque pudiera ser verdad, solo sería en el mejor de los casos trivialmente verdadera. En efecto, para cualquier rasgo que podamos señalar como el más especifico e inalienable de nuestro presente, siempre hay alguien dispuesto a argumentar que ya podíamos encontrarlo en algún momento, incluso remoto, del pasado.
Pongamos algunos ejemplos sobradamente conocidos: no faltan quienes, displicentes, sostienen que el mayor de los avances tecnológicos actuales no resiste la comparación en trascendencia con el descubrimiento de la rueda, que la historia de los conflictos bélicos (que es en gran medida la historia misma de la humanidad) sufrió una sustancial alteración cuando los hombres aprendieron a matar a distancia o que la invención del fusil de repetición alteró por completo la política al convertir en inviable una estrategia insurreccional en las calles, de acuerdo con el razonamiento de Marx en su texto Las luchas de clases en Francia.
Pero tal vez la forma adecuada de plantear las cosas no pase por intentar refutar lo anterior a base de buscar, en el otro extremo del péndulo argumentativo, una opción que se le enfrente por completo, de modo que quede diseñada una disyuntiva excluyente en medio de la cual no haya más remedio que definirse. Probablemente nos convendría más equilibrar la imagen, remotamente parmenídea, de que todo permanece siempre igual a sí mismo bajo la atenta mirada del astro rey, por otra fluvial, de inspiración difusamente heraclitiana. Diríamos entonces que, en realidad, cualquier presente debe ser entendido como la desembocadura de un pasado tan largo como desigualmente caudaloso, condición que afecta tanto a nuestras realidades como a las ideas con las que las pensamos.
Tiremos de este último cabo e intentemos ser concretos (si es que en materia de ideas cabe serlo). Así, queda fuera de toda duda que más pronto que tarde dejaremos de hablar de esa posverdad acerca de la cual todo el mundo echa su cuarto a espadas últimamente. Y su caída en el olvido arrastrará en la misma dirección a expresiones como la de "hechos alternativos" y similares, en un proceso análogo al que han seguido tantas expresiones y etiquetas que en su momento parecían constituir el alfa y omega del debate ideológico. Pero semejante futuro de caducidad no debería mover a confusión, y hacer que restáramos toda importancia a lo que en cada momento se discute. El hecho de que dentro de un tiempo determinadas polémicas se planteen en términos diferentes a los actuales no puede constituir un argumento para considerar irrelevantes a estos últimos. Entre otras razones porque las discusiones venideras los tomarán como base para los suyos, de idéntica forma que nosotros tomamos en consideración los de quienes nos precedieron, aunque hayamos terminado sustituyéndolos por otros.
Lo que ahora hay, decíamos, se desprende de lo que hubo, y nada tiene de extraño que los hechos objetivos hayan pasado a ser menos influyentes en la opinión pública que las emociones y las creencias personales viniendo, como venimos, de un cuestionamiento generalizado de la razón (por eurocéntrica, cientificista o cualquier otro pecado más o menos equivalente). No deberían escandalizarse tanto frente a los defensores de la teoría de los hechos alternativos (con Kellyanne Conway, consejera de la presidencia del ejecutivo de Donald Trump, a la cabeza) quienes, por su parte, desde hace tiempo venían haciendo bandera precisamente de que no hay hechos sino de que todo son interpretaciones.
Resulta obvio, desde luego, que quien cuestiona que los hechos constituyan la instancia ante la que dirimir en último término las discrepancias teóricas en cierto modo se está blindando contra la refutación de sus planteamientos, buscando un refugio seguro a salvo de la crítica. Pero si al reconocimiento del error se accede o bien a través de la contrastación empírica o bien a través de los argumentos del otro, de nuevo tampoco parece que estén en las mejores condiciones de escandalizarse ante los defensores de la posverdad quienes con tanta ligereza le hacen ascos al diálogo con el argumento de que a fin de cuentas todo son relaciones de poder y prefieren, cuando de debatir en público sus ideas se trata, el schmittismo-leninismo.
Y qué decir, en fin, de quienes hasta ayer mismo ponían el acento en la importancia de las emociones también en el espacio público, convirtiendo a quien recelara de semejante actitud en antipático defensor de la fría racionalidad ilustrada. Para ellos lo importante no era cargarse de razones sino, por así decirlo, cargarse de emociones, acaso porque, en tiempos de incertidumbre generalizada, de pocas cosas creen estar más seguros que de sus propios sentimientos. En el fondo, su ideal era, por servirnos del planteamiento de Christian Salmon (Storytelling: La máquina de fabricar historias y formatear las mentes), sustituir el viejo concepto de opinión pública por el de emoción pública.
Importa resaltar estos antecedentes de la posverdad para no desenfocar, por enésima vez, los problemas. Son pocos (aunque muy poderosos) los que hacen hoy apología expresa de la categoría, pero muchos los que han contribuido a generar las condiciones de posibilidad teórica para su generalización. Con otras palabras, la posverdad no se teoriza apenas sino que, sobre todo, se practica, y ese es el problema. Pero el nexo es inequívoco: si decaen tanto el control objetivo como la crítica intersubjetiva, las propuestas que a partir de dicho momento se presenten en el espacio público solo podrán obtener su validez de ese vínculo directo entre el líder y la ciudadanía que promueven determinados populismos, tanto en el plano de la política como en el del discurso en cuanto tal. Un vínculo en el que lo que está en juego no es la verdad de lo que se dice, sino la verdad de quien lo dice, su presunta autenticidad. Los contenidos no importan porque en realidad nunca se trató de eso, sino de escenificar a través de palabras la identificación con alguien, así como la reafirmación en aquello de lo que ya se venía convencido de casa.
En ese sentido, lo propio sería afirmar que tales populistas no gustan porque llamen a las cosas por su nombre, sino porque llaman a las cosas por el nombre que a los que escuchan les gusta. Qué cerca están, tal vez sin saberlo, de la famosa frase que un Chico Marx disfrazado de Groucho pronunciaba en Sopa de Ganso: «¿A quién va usted a creer, a mí o a sus propios ojos?».

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