domingo, 18 de junio de 2017

EL DIVINO FRACASO



              IBSEN MARTINEZ

Una vez escuché hablar a solas a Hugo Chávez. Fue durante una entrevista que me concedió para El Nacional de Caracas, 20 años atrás, una mañana especialmente lluviosa en que un edecán me condujo a un corredor de La Casona, la residencia presidencial. Encontré al presidente un poco adentrado en el césped de un jardín interior, de pie y de espaldas, ensimismado, mirando a lo alto del cerro Ávila.
Acostumbrado yo a andar entre actores, sentí que flotaba algo reciente en aquella rodaja palaciega de “soledad en público” que se me ofrecía: el presidente componía impromptu un cuadro vivo para sensibilizar a la prensa cuyo tema era la agobiante soledad de los imprescindibles.
Chávez fingió al fin percatarse de mi llegada y todo comenzó, cordial y sosegadamente. No sé repreguntar: tal es mi punto flaco como entrevistador y, en lugar de llevar una lista de preguntas difíciles, me dio por ofrecerle a Chávez algunos temas y pedirle a aquel consumado charlatán ¡que elaborase sus pareceres en torno a ellos!
Regresé a casa muy descontento de mi cortedad, pero me compensó la vislumbre de que el entrevistado hubiese pretendido componer un cuadro inequívocamente bolivariano. Que Chávez hubiese saltado dentro de una dicaz figuración asociada a lo más broncíneo del culto del héroe, como quien salta dentro de una bata para recibir, no ha dejado de inquietarme desde entonces.
Detengámonos en esa, su “fisicalidad”, para usar un término del Actor’s Studio. De estar yo en lo cierto, el presidente debió adoptarla a la carrera, calculando el efecto, corrigiendo este o aquel detalle del perfil, del atuendo, del semblante, etcétera. ¿En qué pensaba mientras tanto? En la revolución, se nos dirá. En la historia.
Los pensamientos son también “conducta interior”, afirman los behavioristas radicales. Y hay razones para pensar que los de Chávez, como los pensamientos del Robespierre de Anton Buchner, pudieron “vigilarse unos a otros”. Para no especular, para acortar las distancias del error, quizá convenga refinar el método y preguntar primero: “¿Le sucedió a alguna vez a Chávez estar a solas alguna vez?”. A solas es cuando más fácilmente nos abate la inescapable certeza del fracaso.
El fracaso, he ahí una palabra de indecible poder encantatorio para los bolivarianos como Chávez. Esa aflicción de haber “arado en el mar”, ¿cómo engastaba en el modelo de realidad que pudo hacerse Chávez cuando, por equivocación, se quedaba a solas siquiera un instante con el fracaso?
El fracaso de Bolívar: lo más suculento del bolivarianismo. De todas las torceduras ideológicas bolivarianas esa del fracaso parece ser la más consoladora: aporta una retórica y un modelo moral. Lo demás es marxismo vulgar, teoría de la dependencia y del imperialismo.
La infatuación bolivariana con su fracaso brinda, en cambio, la ventaja de sublimar la dictadura como filantropía del héroe que nos sojuzga para salvarnos de nosotros mismos, para defender la revolución y rescatarla de los desaprensivos, de los traidores y de los corruptos.
Nunca como al final de sus días había sonado Chávez tan bolivariano en su mal disimulado descreimiento de la democracia. La lectura que, poco antes de morir, hizo en su programa televisado de sus pasajes favoritos de El general en su laberinto fue una extraordinaria experiencia de proyección: Chávez hizo suyas las razones que tuvo Bolívar para optar por la dictadura. La pose de hacía años en el jardín de La Casona no era del todo impostación fraudulenta.
Para desgracia de Chávez, esa traslación que hacía del Weltschmerz romántico de la tragedia de Bolívar es insostenible hoy por una catastrófica nulidad como Nicolás Maduro. Maduro es el fracaso sin puesta en escena.

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