sábado, 10 de junio de 2017

El desafío venezolano:derrotar la guerra


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             ANDRES STAMBOULI *


Vivimos tiempos de asedio, de resistencia, de protesta y de actuación heroica; tiempos que enfrentan violentamente a conciudadanos, ideologías, culturas y civilizaciones.
Pero también tiempos de avances formidables en ciencia y tecnología que deberían servir para una convivencia planetaria más amable que la actual.
Este es el tiempo de la modernidad, de la ciencia y la tecnología, del conocimiento y, se supone, debería ser el tiempo de la razón. La civilización científico-tecnológica, la sociedad del conocimiento y sus herramientas, las tecnologías de la información y comunicación, son solo eso, herramientas. Los sistemas solo responden preguntas, solo el hombre sabe formularlas; pero el hombre tiene que saber formular las preguntas adecuadas si es que quiere que el sistema le devuelva respuestas adecuadas.
Max Weber advertía acerca de la ilusión cientificista; decía: “…han naufragado todas las ilusiones que veían en la ciencia el camino hacia el ‘verdadero ser’… hacia la ‘felicidad verdadera” y se preguntaba por el sentido que hoy tiene la ciencia como vocación, respondiendo con palabras de Leon Tolstoi:
“La ciencia carece de sentido puesto que no tiene respuesta para las únicas cuestiones que nos importan [o deberían importarnos]: las de qué debemos hacer y cómo debemos vivir…”.
La ciencia solo puede responder a la pregunta de qué debemos hacer si le decimos qué resultado queremos obtener. La cuestión de si ese resultado es deseable, es conveniente, es bueno, es justo, escapa del ámbito de la ciencia. Recurrir exclusivamente a la ciencia para hacer las cosas no significa que las estemos haciendo bien o mejor, o que estemos sirviendo buenas causas o causas justas; podemos causar mucho daño al usar acríticamente, o malevolamente, la ciencia y las nuevas tecnologías.
En este tiempo de la modernidad, concebimos la universidad como una congregación de amigos del saber y del conocimiento, y no de teólogos defensores de dogmas.
Un teólogo formula respuestas que ni pueden ni deben ser cuestionadas; el amigo del saber y del conocimiento, en cambio, se dedica a formular preguntas que a veces no pueden ser respondidas, o que en todo caso no admiten respuestas únicas. Por supuesto que los universitarios tenemos respuestas, pero siempre admiten discusión, incluso aquellas de las ciencias más exactas; pero nos distinguimos más por la calidad de las preguntas que formulamos que por las respuestas que proporcionamos. Esta es la esencia de la universidad en la era del conocimiento, hoy bajo amenaza de ser acusada de herejía y traición por los guardianes de la fe que ejercen el poder.
Raymond Aron, el sociólogo francés, advertía contra los intentos uniformadores que pretenden imponer a la sociedad, y en particular a las universidades, una doctrina total: “Cuando un Estado, un partido o un individuo pretenden imponer a la ciencia sus temas de estudio, las leyes de su actividad o las formas de organizarse... estamos frente a la intervención absolutamente ilegítima de una colectividad del poder en la actividad de una colectividad espiritual… El invento más temible del totalitarismo es precisamente el de la subordinación de las múltiples obras de las que el hombre es creador a la voluntad exclusiva de un partido o, a veces, de un hombre…”.
En defensa de la universidad del conocimiento, tenemos que enfrentar, y negarle de modo absoluto a quien lo pretenda, la osadía de indicarles, de imponerles, a los universitarios, pero también a los productores, a los intelectuales, a todos los ciudadanos, lo que deben pensar, enseñar, investigar o fabricar, o cómo debemos vivir. Aceptarlo sería abdicar, la comunidad científica, la productiva, el ciudadano, de su autonomía y libertad, sin las cuales dejamos de ser universidad, empresa y ciudadano. Llevamos tiempo enfrentando ese intento y debemos seguir haciéndolo.
Pero no es solo la universidad
¿Cómo ignorar en este acto solemne de hoy la amenaza y trasgresión a los fundamentos de la vida civilizada, a la democracia misma, tal y como está consagrada en las dos constituciones vigentes en el último medio siglo venezolano?
Centenares de miles de ciudadanos salen a expresar su profundo malestar, a sabiendas y conscientes de que van a ser contenidos, reprimidos, agredidos, perseguidos y maltratados, no solo para protestar por el deterioro de las condiciones materiales de vida, sino, más relevante aún, para defender los violentados fundamentos de la vida civilizada, pacífica, convivente, tolerante, seriamente amenazados con ser aún más violentados; demasiados se han dejado ya la vida en esta protesta y por esta causa. Hoy, la democracia está seriamente quebrantada.
Padecemos de serias carencias de seguridad, alimentos, salud, educación, producción; pero hay una carencia igualmente grave, sin la cual las enumeradas persistirán: un severo déficit de comunidad política, de gobierno eficaz, representativo y legítimo.
La activación y participación ciudadana es el signo del tiempo actual para reclamar, protestar y proponer contra los dogmas, el fundamentalismo, los autócratas y el autoritarismo; para reclamar el derecho fundamental de vivir sin miedo ni sobresaltos sistemáticamente provocados por los gobernantes.
Para lograr sus fines, para perdurar, el poder establecido recurre y cultiva de modo perverso el fomento de la desmoralización, del descreimiento, del desinterés y de la apatía. La buena noticia es que la ciudadanía desafiante le está diciendo al poder que “no lo estás logrando”.
¿Cómo llegamos a esta calamitosa situación?
Muy pocos años atrás era enteramente imprevisible, a nadie se le pasaba por la cabeza, que en Venezuela se libraría esta guerra interior y se la destrozaría de modo implacable.
¿Cuándo comenzó a instalarse en la mente de los venezolanos la idea de la radical discordia que condujo a esta confrontación entre buena parte de los ciudadanos y el poder? Y no me refiero a la discrepancia, sino a la discordia disolvente, a la voluntad y disposición a no convivir, a considerar al «otro» como inaceptable, intolerable, insoportable, y buscar deliberadamente su hostigamiento y anulación.
Pues bien, comenzó cuando grupos de poder y sus personajes, inspirados en cierta mezcolanza ideológica y doctrinaria antiliberal, a quienes la Constitución nacional les resulta incómoda, despreciando los valores y principios que la sustentan –la alternancia, las elecciones y la separación de poderes– y proclamando un rotundo “no volverán” o “la revolución llegó para quedarse”, decidieron dedicarse a irritar, a hostigar, a descalificar, a una considerable porción del país, a producirle incomodidad, angustia y temor, a enajenarla y excluirla de la empresa colectiva de construcción del país, todo en nombre de una utopía irrealizable.
Hemos llegado a aborrecer el gris y a cultivar el blanco o negro; mala cosa cuando lo único, o primero y más importante, que interesa saber de alguien, de un libro, de un autor, de una propuesta, es a cuál bando pertenece, cuando todo lo reducimos a rótulos y etiquetas que desencadenan reflejos automáticos, elementales, toscos.
Dividir al país en dos bandos, identificar al «otro» con el mal, procurar quitarlo de en medio políticamente, físicamente si es necesario, fracturó deliberadamente el vínculo entre gobernantes y ciudadanos, instalando en la sociedad un peligroso e indeseable espíritu de guerra; algunos dirán que el que esté libre de culpas que tire la primera piedra; pero es que uno de los bandos es bastante más responsable que el otro por la instalación de ese espíritu de guerra: fue el que lo quiso, lo decidió, lo desencadenó y lo cultivó como modo privilegiado y dominante del ejercicio del poder.
Ahora debemos aspirar a librarnos de ese nefasto espíritu de guerra; darnos cuenta de que necesitamos vencer la guerra misma, ella es el primer enemigo.
Pero ¿cómo derrotar el espíritu de guerra y la guerra misma? Definitivamente, no con más guerra, sino con la política; me explico.
Comienzo mis cursos preguntando a mis estudiantes por las palabras que asocian con la política, y las respuestas son probablemente las mismas que se les están ocurriendo a ustedes en este momento: engaño, corrupción, ineficiencia, demagogia, mentira, traición, todos ellos atributos perversos, presentes sin duda en la política, pero ni son exclusivos de la política ni son los definitorios de su esencia. ¿Acaso no encontramos estos atributos perversos en el mundo de las finanzas, de los negocios, de la cultura y hasta de las relaciones personales? Solo que juzgamos la política y a los políticos con más severidad porque son un bien público, visible y siempre expuesto, del que esperamos que trabajen para el bien común.
Vista en perspectiva, nuestra historia del siglo XX y XXI está hecha de democracia, dictadura, golpes, autoritarismos, encuentros y desencuentros entre gobiernos y oposiciones, de política y antipolítica, de manipulaciones y transgresiones constitucionales y electorales; hemos transitado un camino muy accidentado durante el siglo XX hacia la conformación de una comunidad nacional, política y democrática, plural, heterogénea, tolerante, convivente y lo habíamos logrado.
Gracias a la buena práctica de la política, nos habíamos constituido en comunidad nacional, habíamos aprendido a comunicarnos los unos con los otros, a entendernos y respetarnos, a cultivar la tolerancia y el diálogo para resolver nuestros desencuentros y discrepancias, sin perseguir, reprimir o destruir al discrepante.
Hoy este logro civilizatorio está bastante maltrecho; cuando nos consideramos solo como enemigos irreconciliables, no podemos constituir una comunidad.
La política se nos ha extraviado y es imprescindible recuperarla; sé que al abogar por la recuperación de la política inmediatamente se fruncen los ceños y entonces difícil misión la que nos toca: defender la política y convencer a nuestros auditorios de que asuman que la política no solo no es un mal necesario sino que es un bien muy preciado, de que su mala práctica no nos debe llevar a renegarla. Una vez la echamos por la borda, y aquí estamos, con el país sumido en un estado de conmoción, originado en la antipolítica como práctica de gobierno.
Aprendida la lección, ahora debemos no solo exigir sino actuar para que la historia no se repita y hagamos de la política el instrumento de la convivencia imprescindible para el logro del bienestar colectivo; y fíjense que no hablo de coexistencia, que es existir al lado de, sino de convivencia, que es vivir junto con.
“Renunciar a la política o destruirla deliberadamente es destruir justo lo que pone orden en el pluralismo y la variedad… sin padecer la anarquía, la violencia ni la tiranía de las verdades absolutas…” (Bernard Crick).
El instrumento de la reconstrucción de nuestra maltrecha comunidad nacional no será la guerra sino la política.
Otto Von Bismarck, conocido como el Canciller de Hierro, sostuvo alguna vez que la política no debía tratar de vengar el mal realizado, sino de cuidar que no se reprodujera.
El borrón y cuenta nueva no existe, la caída y mesa limpia de la historia no es posible ni deseable; nuestra historia democrática ha dejado su huella en cultura refractaria a cualquier intento autoritario de rediseñar la sociedad; pero también va a dejar su huella el tiempo presente, y de lo que se trata, en palabras de Julián Marías, es de “…tomar posesión de lo que se tiene, de lo que se ha acumulado durante siglos de grandeza, de error, de dolor, de esfuerzo, hasta llegar a lo que se es…” y añado, para ser mejores de lo que hemos sido hasta ahora.
Siendo estas nuestras circunstancias, en las que coexisten los motivos para la pesadumbre pero también para la esperanza, lo que vendrá será resultado de lo que hagamos o dejemos de hacer.
Siempre que tratamos de proyectarnos hacia el “porvenir” lo hacemos a partir de lo que conocemos en el presente, de lo que conocemos insuficientemente del presente. El futuro no es una profesión y nadie tiene diploma o título de profeta. El “porvenir” siempre es inesperado y su gran virtud es que es incansablemente sorprendente.
Una vida mejor y más amable para todos y entre todos es necesaria y posible. Siempre recordarán que recibieron su título en un momento de emergencia republicana.


Discurso de Orden en el Acto de Grado del 7 de junio de 2017

* Decano de Posgrado Universidad Metropolitana

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