domingo, 11 de junio de 2017

Esperanza y duelo

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                           Fernando Rodriguez

El Nacional

Un hombre honesto hace un análisis de la oposición en las actuales circunstancias: la gente por fin ha encontrado la calle, con una valentía y una tenacidad admirables; después de dos meses la protesta se ha extendido a todo el territorio y la escala de las marchas no decrece significativamente, literalmente el país arde; la unidad de la MUD parece más fuerte que nunca y se ha consolidado un liderazgo colectivo admirable en todo sentido, producto de la lucha; la crisis social y económica se ahonda dándole un piso permanente a la rebeldía; el gobierno se ha convertido en una tiranía criminal sin máscaras, aupando el repudio generalizado; el chavismo y las mismas fuerzas armadas tienden a resquebrajarse, minando el precario suelo político gubernamental; casi todo el mundo civilizado apoya el retorno de la democracia perdida… En cualquier caso, el disparate sin formas ni límites de la constituyente que entierra cualquier entendimiento y la perversidad ideológica y los miedos de la élite gubernamental, causas de esa desenfrenada represión, hacen imposible otra opción que la calle. Y en definitiva el gobierno en un tiempo, impreciso ciertamente, debería ser derrocado por la conjunción de tantísimas variables. Son buenas casi todas sus razones.
Otro hombre honesto dice, con voz afectada, dolida, que lo estremece una desgarrada y continúa inquietud por el país. ¿Cree que estamos perdiendo este inédito y difícil combate que no cesa? No, dice, probablemente estemos ganando. Lo que no sabe es cuál es el costo de ello, pero teme que sea demasiado grande, demasiado. No es previsible el tiempo en que las fuerzas armadas se dediquen a perseguir a sangre y fuego toda forma de rebelión y esa inmensa guillotina en las puertas de la libertad podría hacer un daño incalculable: decenas, centenas, miles, decenas de miles ... ¿Por qué no? Si algo ha mostrado el siglo precedente y el que recorremos es que el poder de la pulsión destructiva del hombre es aterrador y no conoce de geografía ni de niveles civilizatorios, puede ir de Berlín a Ruanda. No pone en cuestión los logros opositores, casi todos innegables, pero coloca los acentos sobre otros términos. Al lado de la violencia y potenciado por ella, sobre el fondo de una crisis descomunal, el país se deshace, se paraliza, cada día más, cada día. La mezcla de ambas cosas es diabólica, se retroalimentan mutuamente; emerge una violencia incontrolada, casi inclasificable. Acepta que las partes han tomado caminos sin retorno y que no se vislumbran, hoy, soluciones alternativas de paz o que se enrumben hacia una victoria democrática  pacífica. Hoy, repite. Eso tiene mucho de trágico, en el sentido clásico de la palabra, destino. Se va porque ya debe estar por arrancar la marcha. Mueve y conmueve su pesimismo verosímil.
En realidad entre esas dos tonalidades, pienso, habría que intentar una síntesis que será siempre precaria e inestable, inacabada, imaginaria. Pero ambas opciones se necesitan para no caer en los extremos. Se oyen voces violentistas  a secas, éticamente inadecuadas: sublimaciones épicas, o líricas, de la violencia, siempre detestables; triunfalismos acríticos, poco racionales; negación de cualquier sugerencia de posibles pacíficos, incompatibles con la lógica del guerrero; profesionalismo emocional ante el dolor de la devastación humana, tratase de “bajas” como dicen los milicos. Pero también es verdad el lado contrario, ciertamente en una circunstancia difícil y conminante no tenemos otra elección que dar respuesta so pena de renunciar a la lucha, y en definitiva a valores intransables, y ello necesita de un impulso y un sentido asertivos y empático, “el que se cansa pierde”. Pero que no puede, so pena de degenerar en los excesos aludidos, sino también agregar los temores, la añoranza de la convivencia, y el desgarramiento afectivo de quienes ven un porvenir más oscuro e inquietante.
Como en todo quehacer humano la dimensión de futuro nos obliga a la incertidumbre. Lo más importante en este caso dramático y condición de la ética es mantener aun en el fragor o el  horror los ecos de la vida, que es en esencia una apuesta de paz.

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