RAUL FUENTES
La puerta es siempre la clave/ de la leyenda.
/ Rosa de dos pétalos/ que el viento abre/ y cierra.
Federico García Lorca
Cuando en Venezuela suceden eventos como el pautado para hoy,
salen a relucir el tercermundismo institucional y la hipocresía de las
autoridades. Tercermundismo, porque en una sociedad moderna el sufragio
no debería ser pretexto para movilizaciones castrenses; hipocresía,
porque el árbitro, al fijar parámetros de ecuanimidad, hace alardes de
una imparcialidad que está muy lejos de practicar. Ello compele a
quienes en estas páginas y en otros medios expresan su opinión, a
contenerse ante el ¡mida sus palabras o aténgase a las consecuencias! de
una rectoría electoral tutelada por militares. Y los condenaría a
divagar, por ejemplo, sobre el equilibrio de los líquidos y el peso de
la masa del aire según Pascal y la raíz cuadrada del principio de razón
suficiente en Schopenhauer; o, gajes del oficio, a comentar que, bajo
los auspicios de la Organización Mundial de la Salud, se celebra este
domingo el Día Mundial del Lavado de Manos, festejo que nada tiene que
ver con Poncio Pilato (o Pilatos), aunque podría motivar a algún
desaprensivo ciudadano (¿?) a emular al prefecto de Judea para
enjuagarse los dedos sin haberlos entintados en la mesa de votación. Con
un «me lavo las manos como Pilatos» justificaría su desatención al
contrato social y su renuncia a un derecho inalienable. En lo que a mí
respecta, no pretendo dictar cátedra de moral y cívica, pues, los
hermeneutas oficiales tienen una muy particular manera de interpretar
textos que no comprenden, y corre uno el riesgo de ser sancionado por
transgredir disposiciones que, violando el derecho del individuo de
expresar libremente sus ideas, imponen cauteloso silencio sobre
simpatías y antipatías políticas mientras se desarrolla la jornada
comicial. Dejemos a los incombustibles compatriotas encerrados en las
cuatro paredes de su egocentrismo y llamemos a otras puertas. Que de
puerta en puerta nos vamos.
En una de las tantas tontopedias virtuales en las que abrevan
internautas de ignaro saber, leo una desangelada definición de puerta
que la despoja de magia y misterio: «Elemento que sirve para separar
estancias, facilitando tanto su aislamiento como el acceso entre ellas».
¡Qué simplismo! Nada se dice de su condición de enlace con ámbitos
desconocidos. Evoco las míticas ciudades amuralladas que Marco Polo,
fabula Ítalo Calvino, describía para asombro de Kublai Kan, emperador de
los tártaros, cuyas colosales puertas eran asediadas por comerciantes,
juglares y aventureros atraídos por lo que se contaba de sus prodigios;
pienso en la puerta de Isthar que hizo construir Nabucodonosor en honor a
la diosa del amor, la fertilidad y el sexo, y fue tenida, antes de que
se erigiera el Faro de Alejandría, entre las 7 maravillas del mundo
antiguo; asimismo, vienen a mi mente las 12 puertas de Jerusalén y las
de Brandenburgo, en Berlín; las de Saint Denis y Saint Martin, en París;
la de Machu Picchu, en Perú, y la madrileña Puerta del Sol, a la que,
en hombros de taurófilos entusiastas, arriban matadores que salen por la
Puerta Grande de Las Ventas después de una memorable faena. Todas esas
puertas imagino. También las del bien y el mal: resplandecientes vanos
flanqueados por serafines que conducen a estancias celestiales y
lóbregas oquedades custodiadas por demonios que comunican con el
inframundo.
La porte de l’Enfer llamó August Rodin a un grupo
escultórico, inspirado en Ovidio, Dante y Baudelaire, que vació con la
colaboración de Camile Claudel, de la que se fundieron 8 originales que
se exhiben en museos de Francia, Estados Unidos, Suiza, Japón, México y
Corea del Sur. Por ellos podría aparecer Lucifer o, si se siguen las
instrucciones sugeridas por el Lemegeton Clavicula Salomonis y el Libro de Thot o
los conjuros del árabe loco Abdul Alhazred, descender a su morada y
leer, cual Dante, la terrible inscripción del umbral: «¡Perded toda
esperanza los que entráis!», advertencia que convendría colocar en
nuestras alcabalas y terminales para que quienes nos visitan no se hagan
ilusiones.
Hay en Florencia una Porta del Paradiso, debida al
talento del orfebre y escultor renacentista Lorenzo Ghiberti. Ignoro si
por ella se podrá pasar, como Alicia a través del espejo, a ese mundo de
maravillas que ha de ser el jardín de los justos y virtuosos.
Probablemente no, pues es sabido que las llaves del cielo son
celosamente guardadas por san Pedro, quien, en lo concerniente al
derecho de admisión, es más riguroso e inflexible que el cancerbero de
la legendaria discoteca neoyorquina Studio 54; más intransigente es,
empero, su patrón. Quizá por eso, Iñaki de Errandonea, S. J. –soberbio
jodedor y alter ego de Miguel Otero Silva–, incluyó en Las Celestiales una
cuarteta reveladora de su talante: «Cuando el portal de la Gloria/ lo
toca un muerto de izquierda/ se asoma Dios en persona/ para mandarlo a
la mierda». El ilustre compilador acota que ese «Dios que pone de
patitas en la calle» a las almas ñangarosas no puede ser el Señor de los
cristianos. Si le hubiese tocado padecer el chavismo otra habría sido
su apostilla.
Entre un viejo y acaso olvidado bolero –La puerta se cerró detrás
ti/ y nunca más volviste a aparecer–, que cantaba Lucho Gatica, hasta un
jacarandoso son, también pasto de la desmemoria –Ábreme la puerta mi
negra/ que me estoy mojando–, entonado por murguistas y guaracheros de
origen diverso, pasando por una sentimental balada interpretada por
Gigliola Cinquetti –Alle porte del sole/ Al confine del mare–,
el cancionero popular abunda en alusiones a puertas que se abren o
cierran a la alegría y la tristeza. Existen puertas por la que muchos
entran, mondos, orondos, redondos y lirondos, cantando victoria, y salen
derrotados con el rabo entre las piernas. Hay ejemplos que nos atañen.
Chávez prometió abrirnos las puertas del edén para que nadásemos en el
mar de la felicidad y nos guió a las del averno para que zozobrásemos en
las aguas de la penuria. Tenía que ser así: había pactado con un
demonio caribeño. El diablillo rojo que le sucedió continúa empedrando
con aviesos propósitos, camuflados de buenas intenciones, el fatídico
sendero por el que marchamos, almas que lleva mandinga, hacia el
despeñadero de la indigencia. Cerremos a cal y canto las puertas del
ayer y abramos de par en par las del mañana para lavarnos las manos sin
echar en saco roto, y Milan Kundera mediante, que «la lucha del hombre
contra el poder es la lucha de la memoria contra el olvido».
rfuentesx@gmail.com
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