Hablar con la verdad, o vivir en la mentira
M.A. MARTINEZ MEUCCI
Tal como nadie se atreve a negar, la
participación de la mayor parte de la oposición en las elecciones
regionales se saldó con un importante fracaso, cuyas consecuencias han
tendido a acrecentarse en los días sucesivos. Para algunos la razón
principal de esta debacle tiene que ver con los números: por diversos
motivos (los múltiples mecanismos del fraude, la abstención, la división
de las fuerzas opositoras, etc.) no se habrían alcanzado votos
suficientes para ganar la mayor parte de las gobernaciones. De acuerdo
con este criterio, si se hubieran obtenido varias gobernaciones más de
acuerdo con las cifras reconocidas por el CNE actual, la participación
en las regionales hubiera representado un triunfo para la oposición.
Todo podría seguir igual, porque la victoria electoral hubiera indicado
que las cosas, a pesar de tantas penurias e incongruencias, estaban mal
pero iban bien.
Para otros, entre quienes me cuento, el
fracaso de la MUD en las regionales no está directamente relacionado con
los números. Desde este punto de vista, la política es un amplio campo
de acción que no obedece a lógicas lineales y en el que las cosas más
importantes no necesariamente guardan relación directa con los números,
los cargos y los presupuestos. Por supuesto que, en igualdad de
condiciones, mientras mayor sea la cantidad de seguidores, recursos y
cargos públicos (o “espacios”) con los que cuente una fuerza política,
más poderosa tenderá a ser ésta, y obviamente quien disponga de mayores
facilidades para el uso de las armas también tenderá a ser más poderoso.
No obstante, la política se plantea como una interacción de juegos
estratégicos en un plano de intersubjetividades, en donde el éxito de
cada acción no puede ser evaluado en sí mismo, sino en relación con el
contexto y las respuestas de los demás. La lógica de la política,
repetimos, no es lineal, y así lo atestiguan hechos tan inesperados como
el súbito desmoronamiento de la Unión Soviética, o el fracaso
napoleónico en Rusia.
Quienes pensamos que el fracaso de la MUD
en las regionales no está directamente relacionado con los números
pensamos que dicho fracaso radica en –o se debe más bien a– otros
aspectos, los cuales, para muchas personas, sólo se han hecho evidentes
después de los comicios. Las recientes elecciones son un fracaso para la
MUD no por haber obtenido menos gobernadores de las que le
corresponderían en buena lid, sino porque a través de ellas se
evidenciaron sus graves carencias. Carencias que, como las manchas de
honor en las familias muy puritanas, se ha pretendido ignorar durante
demasiado tiempo, arrastrando con ello los problemas hasta convertirlos
en traumas paralizantes. Las diferencias internas, la diversidad de
posiciones, las insuficiencias, los falsos diagnósticos, los hechos
vergonzosos y condenables, los cambios de postura sin ningún sonrojo…
todo ello ha sido sistemáticamente ignorado, barrido bajo la alfombra
mientras se pudo, hasta que la realidad terminó por estallar en cara de
todos. La verdad, la triste verdad es que la MUD estaba derrotada desde
antes de asistir a los comicios regionales, no porque no contara con los
votos, sino por pretender ignorar la naturaleza del adversario al que
se enfrentaba.
Ese desconcierto no es fortuito; es un
escenario que el régimen se encargó concienzudamente de generar. El
chavismo, que no sólo tiene los recursos para manejarse en tableros
múltiples sino que también ha demostrado saber hacerlo, necesitaba sacar
a la MUD del terreno en el que la lucha se encontraba planteada durante
todo el 2017. Las cosas se habían venido dando de un modo en el que las
fuerzas democráticas, una vez recuperada la ofensiva estratégica,
estaban siendo capaces de convencer (por fin) a la comunidad
internacional democrática de la necesidad de trabajar juntos por un
cambio de régimen en Venezuela (y no simplemente de mediar como tercero
en diálogos estériles), de recuperar el ánimo de la gente (sumido en el
subsuelo en diciembre de 2016) y de generar un espíritu muy particular,
un estado de ánimo colectivo en virtud del cual los ciudadanos se
encontraban dispuestos a hacer profundos sacrificios con tal de trabajar
unidos para propiciar ese cambio de régimen. Frente a esa formidable
amenaza, el chavismo volvió a recurrir a la receta que su padre fundador
empleó en 2003-2004, de aquello que denominó como “la batalla de Santa
Inés”: atraer al oponente al campo de lucha en el que sí puede
derrotarlo. Y con esto nos referimos a infligirle una derrota política,
no sólo una derrota electoral o un sometimiento mediante la violencia.
Para ello, el régimen usó su mano
izquierda a través de sus sempiternos diálogos, a través de los cuales
intentó ablandar y persuadir al liderazgo opositor. Igualmente usó su
mano derecha para reprimir con fuerza a quienes protestaban en las
calles y minar la capacidad de movilización de la sociedad democrática.
La presión sobre quienes dirigían la MUD terminó así por ser tan elevada
que finalmente la posibilidad de asistir a unas elecciones regionales
fue recibida por sus líderes como un balón de oxígeno, sin importar las
condiciones en las que éstas tuvieran lugar y sin reparar en el hecho de
que esta acción, decidida y ejecutada en tales circunstancias,
representaría un giro brutal en la estrategia desplegada hasta entonces,
un giro desconcertante y violento para una ciudadanía que se venía
jugando el pellejo durante meses. Obviamente en ese desconcierto tuvo
mucho que ver la súbita ruptura entre quienes se lanzaron de cabeza a
las regionales y quienes se negaron tajantemente a participar en esas
circunstancias.
Tal como señalé en un artículo de Polítika UCAB anterior a las elecciones, así como en una entrevista dada a finales de agosto,
en mi opinión era muy riesgoso pensar que el poder de la oposición
pudiera consistir más en unos cargos desprovistos de competencias por el
régimen que en la conducción adecuada de ese “espíritu del 2017” que
había logrado concertar a la nación ante la imperiosa necesidad de
remover a un régimen que está obligando al país a morir de hambre. En mi
opinión, en la decisión de concurrir a las elecciones prevalecieron el
agotamiento y el temor (los cuales, por lo demás, son perfectamente
comprensibles), así como ciertas actitudes menos justificables por parte
de algunos líderes pertenecientes a la MUD. De este modo se ignoraron o
dejaron de lado la necesidad de un nuevo CNE, el respaldo internacional
a una estrategia de presión ciudadana, el mandato popular del 16 de
julio, el colosal fraude oficialista del 30 de julio y la necesidad de
concertar las acciones de la oposición para mantener la unidad.
Las regionales se disputaron así en el
terreno cuidadosamente preparado durante meses por el régimen, y a estas
alturas resulta asombrosa la sistemática negativa de ciertos actores a
referirse a la existencia de un fraude generalizado de sofisticado
diseño y gigantescas proporciones. Un fraude que se compone de elementos
múltiples como rectoras totalmente parcializadas, un registro electoral
adulterado y no auditado, la inhabilitación de candidatos y partidos de
oposición, la amenaza a sus líderes, financistas, militantes y
testigos, el arreglo completamente ventajoso de los centros y mesas de
votación, la selección de personal afecto al régimen para manejar el
proceso, la campaña de terror sobre los precarios beneficiarios de los
programas asistenciales y clientelares del Estado-partido, la ausencia
de observadores internacionales, el uso de medios electrónicos que
fomentan la justificada desconfianza de los electores, la amenaza y
agresión directa a los votantes y tantos otros elementos que no se
pueden soslayar.
Pese a todo, ha prevalecido hasta ahora
la idea de que todo fraude puede ser superado mediante una masiva
participación del electorado. En este sentido, considero que la tortuosa
vía recorrida durante el 2016 para solicitar un referendo revocatorio
finalmente conculcado, así como la suspensión de las elecciones
regionales a finales de ese año y el descarado comportamiento del CNE
actual durante la fraudulenta jornada electoral del 30 de julio, son
elementos que deberían haber propiciado un debate más cuidadoso en torno
a los límites de la participación popular como mecanismo para la
superación del fraude. En vez de ello, el régimen puso a correr a la
dirigencia opositora y la presión surtió efecto para que esta reflexión
no tuviera lugar en la MUD.
A estas alturas, y visto lo visto, un
debate serio sobre este particular resulta inaplazable. Cabe entonces
preguntarse si ese límite, ese punto a partir del cual una masiva
participación no es suficiente para contrarrestar un fraude estructural,
no ha sido rebasado ya. Igualmente hay que preguntarse si las
elecciones, en un contexto cada vez más violento y fraudulento,
continúan siendo un mecanismo que sirve verdaderamente al
restablecimiento de la democracia sin mediar un cambio en las
condiciones electorales. Aquí no valen los lugares comunes según los
cuales las dictaduras “sólo” o “nunca” salen con votos; por el
contrario, es preciso pensar a fondo en nuestro caso particular, inédito
en múltiples aspectos. En este sentido son ya muchos los políticos y
analistas que, al menos “en caliente”, han señalado que bajo las
condiciones actuales es prácticamente imposible que unas elecciones
reflejen la verdadera voluntad de la ciudadanía, al punto de que lo que
cunde entre los líderes de la oposición que aún niegan lo anterior
quizás no sea tanto la convicción de tener razón como el temor que
suscita la eventual necesidad de modificar drásticamente sus estrategias
de acción.
El desafío que se revela con cada vez
mayor claridad es, ciertamente, terrible. Es el mismo que se vivía desde
hace años; la diferencia es que ahora todo se ha hecho cada vez más
evidente. En estos momentos se sabe con plena certeza que los próximos
18 meses serán de un aumento atroz de la inflación, de hambre y
desnutrición, de progresivo colapso de los servicios públicos, de
quiebra de más y más empresas, de delincuencia desatada y atropellada
emigración. Se cierne sobre los venezolanos una pesadilla de horrores
inconmensurables, y en este contexto lo peor que se puede hacer es
mentirle a la gente y pedirle que se calme, porque calmarse en esta
tesitura puede significar la definitiva pérdida del país. Es preciso
saber que hay un punto del control totalitario más allá del cual el
hambre, las mentiras generalizadas y la incapacidad para actuar unidos
son tales que no habrá forma de reaccionar, al menos por parte de los
demócratas. Esto era ya una realidad desde hace años, aunque por
entonces muchos no daban crédito a tales pronósticos.
Con todo, hay algo positivo en la
situación actual, y es la caída de las caretas y el agotamiento de las
ficciones. De la vorágine de acontecimientos vividos durante las últimas
semanas la ciudadanía debería poder sacar conclusiones importantes
acerca de la naturaleza del liderazgo que requiere. Lo primero y
principal es que para romper con ese “vivir en la mentira”, que según
Vaclav Havel caracteriza a las sociedades totalitarias, se necesitan
líderes que hablen siempre con la verdad. La dictadura totalitaria es de
tal factura que sólo el constante repudio a sus ficciones y mentiras
podrá guiarnos eventualmente hacia una salida. Lo peor que se puede
hacer en el seno de este tipo de regímenes es concederle algún crédito a
sus palabras, incurrir en el descuido de usar su neolengua y compartir
falsos espacios de poder que se parecen más al decorado de un escenario
teatral que a verdaderas instancias de control político.
La democracia, al contrario de lo que
sucede en los totalitarismos, requiere un lenguaje que verdaderamente
sirva como referente de la realidad y que posibilite la comunicación y
la construcción de consensos. Sólo un diálogo descarnado y sincero, en
un espacio de encuentro de interpretaciones distintas pero razonables,
podrá habilitar la posibilidad de reconstruir una unidad útil para la
recuperación de la democracia. De igual modo, sólo la tajante negativa a
discurrir a través de las farsas que genera el régimen permitirá
encontrar el camino para la salida de esta pesadilla. En definitiva, en
circunstancias tan aciagas como éstas es cuando más nos conviene
recordar que sólo la verdad nos hará libres.
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