martes, 31 de octubre de 2017

Hablar con la verdad, o vivir en la mentira
 
M.A. MARTINEZ MEUCCI
 


Tal como nadie se atreve a negar, la participación de la mayor parte de la oposición en las elecciones regionales se saldó con un importante fracaso, cuyas consecuencias han tendido a acrecentarse en los días sucesivos. Para algunos la razón principal de esta debacle tiene que ver con los números: por diversos motivos (los múltiples mecanismos del fraude, la abstención, la división de las fuerzas opositoras, etc.) no se habrían alcanzado votos suficientes para ganar la mayor parte de las gobernaciones. De acuerdo con este criterio, si se hubieran obtenido varias gobernaciones más de acuerdo con las cifras reconocidas por el CNE actual, la participación en las regionales hubiera representado un triunfo para la oposición. Todo podría seguir igual, porque la victoria electoral hubiera indicado que las cosas, a pesar de tantas penurias e incongruencias, estaban mal pero iban bien.
Para otros, entre quienes me cuento, el fracaso de la MUD en las regionales no está directamente relacionado con los números. Desde este punto de vista, la política es un amplio campo de acción que no obedece a lógicas lineales y en el que las cosas más importantes no necesariamente guardan relación directa con los números, los cargos y los presupuestos. Por supuesto que, en igualdad de condiciones, mientras mayor sea la cantidad de seguidores, recursos y cargos públicos (o “espacios”) con los que cuente una fuerza política, más poderosa tenderá a ser ésta, y obviamente quien disponga de mayores facilidades para el uso de las armas también tenderá a ser más poderoso. No obstante, la política se plantea como una interacción de juegos estratégicos en un plano de intersubjetividades, en donde el éxito de cada acción no puede ser evaluado en sí mismo, sino en relación con el contexto y las respuestas de los demás. La lógica de la política, repetimos, no es lineal, y así lo atestiguan hechos tan inesperados como el súbito desmoronamiento de la Unión Soviética, o el fracaso napoleónico en Rusia.
Quienes pensamos que el fracaso de la MUD en las regionales no está directamente relacionado con los números pensamos que dicho fracaso radica en –o se debe más bien a– otros aspectos, los cuales, para muchas personas, sólo se han hecho evidentes después de los comicios. Las recientes elecciones son un fracaso para la MUD no por haber obtenido menos gobernadores de las que le corresponderían en buena lid, sino porque a través de ellas se evidenciaron sus graves carencias. Carencias que, como las manchas de honor en las familias muy puritanas, se ha pretendido ignorar durante demasiado tiempo, arrastrando con ello los problemas hasta convertirlos en traumas paralizantes. Las diferencias internas, la diversidad de posiciones, las insuficiencias, los falsos diagnósticos, los hechos vergonzosos y condenables, los cambios de postura sin ningún sonrojo… todo ello ha sido sistemáticamente ignorado, barrido bajo la alfombra mientras se pudo, hasta que la realidad terminó por estallar en cara de todos. La verdad, la triste verdad es que la MUD estaba derrotada desde antes de asistir a los comicios regionales, no porque no contara con los votos, sino por pretender ignorar la naturaleza del adversario al que se enfrentaba.
Ese desconcierto no es fortuito; es un escenario que el régimen se encargó concienzudamente de generar. El chavismo, que no sólo tiene los recursos para manejarse en tableros múltiples sino que también ha demostrado saber hacerlo, necesitaba sacar a la MUD del terreno en el que la lucha se encontraba planteada durante todo el 2017. Las cosas se habían venido dando de un modo en el que las fuerzas democráticas, una vez recuperada la ofensiva estratégica, estaban siendo capaces de convencer (por fin) a la comunidad internacional democrática de la necesidad de trabajar juntos por un cambio de régimen en Venezuela (y no simplemente de mediar como tercero en diálogos estériles), de recuperar el ánimo de la gente (sumido en el subsuelo en diciembre de 2016) y de generar un espíritu muy particular, un estado de ánimo colectivo en virtud del cual los ciudadanos se encontraban dispuestos a hacer profundos sacrificios con tal de trabajar unidos para propiciar ese cambio de régimen. Frente a esa formidable amenaza, el chavismo volvió a recurrir a la receta que su padre fundador empleó en 2003-2004, de aquello que denominó como “la batalla de Santa Inés”: atraer al oponente al campo de lucha en el que sí puede derrotarlo. Y con esto nos referimos a infligirle una derrota política, no sólo una derrota electoral o un sometimiento mediante la violencia.
Para ello, el régimen usó su mano izquierda a través de sus sempiternos diálogos, a través de los cuales intentó ablandar y persuadir al liderazgo opositor. Igualmente usó su mano derecha para reprimir con fuerza a quienes protestaban en las calles y minar la capacidad de movilización de la sociedad democrática. La presión sobre quienes dirigían la MUD terminó así por ser tan elevada que finalmente la posibilidad de asistir a unas elecciones regionales fue recibida por sus líderes como un balón de oxígeno, sin importar las condiciones en las que éstas tuvieran lugar y sin reparar en el hecho de que esta acción, decidida y ejecutada en tales circunstancias, representaría un giro brutal en la estrategia desplegada hasta entonces, un giro desconcertante y violento para una ciudadanía que se venía jugando el pellejo durante meses. Obviamente en ese desconcierto tuvo mucho que ver la súbita ruptura entre quienes se lanzaron de cabeza a las regionales y quienes se negaron tajantemente a participar en esas circunstancias.
Tal como señalé en un artículo de Polítika UCAB anterior a las elecciones, así como en una entrevista dada a finales de agosto, en mi opinión era muy riesgoso pensar que el poder de la oposición pudiera consistir más en unos cargos desprovistos de competencias por el régimen que en la conducción adecuada de ese “espíritu del 2017” que había logrado concertar a la nación ante la imperiosa necesidad de remover a un régimen que está obligando al país a morir de hambre. En mi opinión, en la decisión de concurrir a las elecciones prevalecieron el agotamiento y el temor (los cuales, por lo demás, son perfectamente comprensibles), así como ciertas actitudes menos justificables por parte de algunos líderes pertenecientes a la MUD. De este modo se ignoraron o dejaron de lado la necesidad de un nuevo CNE, el respaldo internacional a una estrategia de presión ciudadana, el mandato popular del 16 de julio, el colosal fraude oficialista del 30 de julio y la necesidad de concertar las acciones de la oposición para mantener la unidad.
Foto: AFP
Las regionales se disputaron así en el terreno cuidadosamente preparado durante meses por el régimen, y a estas alturas resulta asombrosa la sistemática negativa de ciertos actores a referirse a la existencia de un fraude generalizado de sofisticado diseño y gigantescas proporciones. Un fraude que se compone de elementos múltiples como rectoras totalmente parcializadas, un registro electoral adulterado y no auditado, la inhabilitación de candidatos y partidos de oposición, la amenaza a sus líderes, financistas, militantes y testigos, el arreglo completamente ventajoso de los centros y mesas de votación, la selección de personal afecto al régimen para manejar el proceso, la campaña de terror sobre los precarios beneficiarios de los programas asistenciales y clientelares del Estado-partido, la ausencia de observadores internacionales, el uso de medios electrónicos que fomentan la justificada desconfianza de los electores, la amenaza y agresión directa a los votantes y tantos otros elementos que no se pueden soslayar.
Pese a todo, ha prevalecido hasta ahora la idea de que todo fraude puede ser superado mediante una masiva participación del electorado. En este sentido, considero que la tortuosa vía recorrida durante el 2016 para solicitar un referendo revocatorio finalmente conculcado, así como la suspensión de las elecciones regionales a finales de ese año y el descarado comportamiento del CNE actual durante la fraudulenta jornada electoral del 30 de julio, son elementos que deberían haber propiciado un debate más cuidadoso en torno a los límites de la participación popular como mecanismo para la superación del fraude. En vez de ello, el régimen puso a correr a la dirigencia opositora y la presión surtió efecto para que esta reflexión no tuviera lugar en la MUD.
A estas alturas, y visto lo visto, un debate serio sobre este particular resulta inaplazable. Cabe entonces preguntarse si ese límite, ese punto a partir del cual una masiva participación no es suficiente para contrarrestar un fraude estructural, no ha sido rebasado ya. Igualmente hay que preguntarse si las elecciones, en un contexto cada vez más violento y fraudulento, continúan siendo un mecanismo que sirve verdaderamente al restablecimiento de la democracia sin mediar un cambio en las condiciones electorales. Aquí no valen los lugares comunes según los cuales las dictaduras “sólo” o “nunca” salen con votos; por el contrario, es preciso pensar a fondo en nuestro caso particular, inédito en múltiples aspectos. En este sentido son ya muchos los políticos y analistas que, al menos “en caliente”, han señalado que bajo las condiciones actuales es prácticamente imposible que unas elecciones reflejen la verdadera voluntad de la ciudadanía, al punto de que lo que cunde entre los líderes de la oposición que aún niegan lo anterior quizás no sea tanto la convicción de tener razón como el temor que suscita la eventual necesidad de modificar drásticamente sus estrategias de acción.
El desafío que se revela con cada vez mayor claridad es, ciertamente, terrible. Es el mismo que se vivía desde hace años; la diferencia es que ahora todo se ha hecho cada vez más evidente. En estos momentos se sabe con plena certeza que los próximos 18 meses serán de un aumento atroz de la inflación, de hambre y desnutrición, de progresivo colapso de los servicios públicos, de quiebra de más y más empresas, de delincuencia desatada y atropellada emigración. Se cierne sobre los venezolanos una pesadilla de horrores inconmensurables, y en este contexto lo peor que se puede hacer es mentirle a la gente y pedirle que se calme, porque calmarse en esta tesitura puede significar la definitiva pérdida del país. Es preciso saber que hay un punto del control totalitario más allá del cual el hambre, las mentiras generalizadas y la incapacidad para actuar unidos son tales que no habrá forma de reaccionar, al menos por parte de los demócratas. Esto era ya una realidad desde hace años, aunque por entonces muchos no daban crédito a tales pronósticos.
Con todo, hay algo positivo en la situación actual, y es la caída de las caretas y el agotamiento de las ficciones. De la vorágine de acontecimientos vividos durante las últimas semanas la ciudadanía debería poder sacar conclusiones importantes acerca de la naturaleza del liderazgo que requiere. Lo primero y principal es que para romper con ese “vivir en la mentira”, que según Vaclav Havel caracteriza a las sociedades totalitarias, se necesitan líderes que hablen siempre con la verdad. La dictadura totalitaria es de tal factura que sólo el constante repudio a sus ficciones y mentiras podrá guiarnos eventualmente hacia una salida. Lo peor que se puede hacer en el seno de este tipo de regímenes es concederle algún crédito a sus palabras, incurrir en el descuido de usar su neolengua y compartir falsos espacios de poder que se parecen más al decorado de un escenario teatral que a verdaderas instancias de control político.
La democracia, al contrario de lo que sucede en los totalitarismos, requiere un lenguaje que verdaderamente sirva como referente de la realidad y que posibilite la comunicación y la construcción de consensos. Sólo un diálogo descarnado y sincero, en un espacio de encuentro de interpretaciones distintas pero razonables, podrá habilitar la posibilidad de reconstruir una unidad útil para la recuperación de la democracia. De igual modo, sólo la tajante negativa a discurrir a través de las farsas que genera el régimen permitirá encontrar el camino para la salida de esta pesadilla. En definitiva, en circunstancias tan aciagas como éstas es cuando más nos conviene recordar que sólo la verdad nos hará libres.

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