M.A. BASTENIER
Israel celebró este martes elecciones legislativas pero no parece que, cualesquiera que sean los resultados, vaya a alterarse una conclusión básica: la idea de dos Estados, uno palestino y el otro israelí codo con codo, está muerta y enterrada. Y la única razón de que se siga mencionando, como un tótem, esa hipotética convivencia es que la alternativa, un solo Estado para las dos nacionalidades, resulta aun más intratable: un Estado democrático en el que no se distinguiera a los ciudadanos por su origen, como defiende al menos nominalmente la izquierda palestina, es inaceptable para la práctica totalidad de judíos israelíes porque pasarían a ser una minoría en el Estado; y un ordenamiento político en el que los palestinos fueran nacionales de segunda clase, o aún peor en el que se transfiriera a gran parte de ellos a los Estados árabes limítrofes, no tendría nada de democrático.
Nunca se ha hallado el conflicto más lejos de una solución equitativa. En los últimos 20 o más años se ha producido en Israel una involución en la que la derecha se ha mostrado incesantemente capaz de desdoblarse en una derecha cada vez más extrema; y en el mundo palestino Hamás se encuentra parecidamente imposibilitado de detener de manera absoluta el lanzamiento de cohetes sobre territorio israelí. ¿Cómo se ha podido llegar a ese funesto cul-de-sac?
La derechización de la sociedad israelí tiene un nombre: el crecimiento de la influencia de los colonos en todas las instancias de poder en el país. En noviembre pasado, el movimiento colonizó numerosos puestos en las primarias del Likud para designar candidatos al Parlamento (Kneset). Fuera del partido gobernante que dirige el primer ministro Benjamín Netanyahu, la estrella ascendente es Naftali Bennett, de origen norteamericano y líder del nuevo partido La Casa Judía, que está tan a la derecha de la derecha que el jefe de Gobierno a su lado se convierte en derecha casi convencional, aunque muchos creen que Bennett dice lo que Netanyahu calla. A saber: “Nunca habrá un Estado palestino en el exiguo territorio de Israel”. En los últimos años un colono ha sido designado por primera vez magistrado del Supremo, y un religioso conservador, próximo al colonato, ha asumido la dirección del Shin Bet (Servicio General de Seguridad), cargo que siempre había estado en manos del establecimiento askenazi, de origen europeo, entre cuyos miembros el presidente Peres, polaco, representa la moderación cara al exterior. En toda esa emulsión corresponde una grave responsabilidad a Hamás, que con su ruinosa cohetería sirve a la vez de justificación y coartada al expansionismo de sucesivos Gobiernos israelíes. A menos de medio siglo de su nacimiento, el movimiento tiene ya más de medio millón de colonos asentados en los territorios hasta casi aislar la Jerusalén árabe de Cisjordania.
El contexto internacional es asimismo contraindicado para alivio alguno. La primavera árabe es un proceso, no un acontecimiento, por lo que solo cabrá hacer balance dentro de unos años, y aunque su propósito democratizante se cumpla en alguna medida, hoy refuerza las posiciones de la derecha sionista. La guerra civil en Siria, la Constitución islamista en Egipto, el marasmo libio, la agitación yihadista en Túnez, y hasta la masacre de la planta de gas en Argelia, con la cercana guerra de Malí, bajo el doble protagonismo de Al Qaeda, constituyen un gigantesco spot publicitario en favor de la negativa israelí a paralizar la colonización y negociar sin ventajas con la Autoridad Palestina de Mahmud Abbas. Contrariamente, en el apartado del haber, apenas figura Arabia Saudí, que por fin admitía el pasado día 11 a la mujer como miembro de una Shura, órgano consultivo con los insignificantes poderes de una presidencia de barrio, junto a la presunta intención del presidente Obama de presionar a Israel en su segundo y no reelegible mandato. La batalla diplomática, que registró un gran tanto para el pueblo refugiado con la admisión de Palestina como Estado observador en la ONU, pronto se ha encenagado de sinsabores.
En 1952 el demógrafo francés Alfred Sauvy acuñó el término Tercer Mundo en un artículo titulado “Tres mundos, un planeta”, en el que decía que en los países de ese Tercer Estado internacional surgía “un lento e irresistible impulso, feroz y humilde, hacia la vida”. Esa es hoy la guerra de los vientres, la única arma palestina para que Israel se resuelva un día a compartir el antiguo mandato británico de Tierra Santa. No el terror.
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