domingo, 6 de enero de 2013

MIENTRAS AGONIZA

Héctor Abad Faciolince
Hector Abad Facciolince


La Alemania Nazi sólo se rindió tras la muerte de Hitler. China no cambió mientras Mao estuvo vivo. El terror y los gulags no empezaron a ser desmontados sino después de la muerte de Stalin. Cuba no cambiará mientras Fidel siga vivo. Si caen y siguen vivos, los hombres fuertes suelen regresar, ya en la senectud, a hacer un segundo gobierno desastroso (Napoleón, Perón…).


Cuando el poder tiende al absolutismo personalista, la cosa política, para mantenerse, apela a la dinastía familiar: Castro pone a su hermano, Kim Il-sung a su hijo y ya a su nieto, en el régimen de Chávez participan su hermano Adán, su yerno, Jorge Arreaza (ministro), y se designa a dedo, casi mágicamente, a un ungido, Nicolás Maduro. En los regímenes autoritarios la muerte del líder es un desastre, y por eso se la teme y se la oculta.
Incluso en las democracias, cuando en sus instituciones persisten residuos anacrónicos de monarquía, la información sobre el rey, la reina o la familia real es mucho más restringida, mucho menos transparente, que sobre el primer ministro. En España sería posible escribir que Rajoy tiene una amante o una fístula; del rey estas cosas no pueden decirse. En Gran Bretaña pueden publicarse fotos comprometedoras de parlamentarios o ministros, pero no sobre la reina o sus hijos. Si esto ocurre, lo hacen sólo periódicos sensacionalistas. Periódicos serios y claramente democráticos como El País de Madrid, cuando llegan al tema del rey y su familia, se muerden la lengua y usan unas cautelas que no se gastan con nadie más. Frente al monarca se portan casi como L’Osservatore Romano frente al sumo pontífice. Los reyes y príncipes inspiran en Europa el mismo respeto reverencial de los antiguos gobernantes monárquicos y de los actuales “hombres fuertes” de cualquier parte del mundo.
Una buena prueba para averiguar si un gobierno es democrático o autoritario consiste en fijarse cómo se maneja la información personal de quien está en la cúpula. La forma en que el régimen venezolano ha suministrado información sobre la enfermedad de Chávez no es tan hermética como cuando Castro o Stalin se enfermaron, pero se parece más a eso que —digamos— al reciente coágulo de Hillary Clinton. Lo más asombroso es que tienen la cara dura de afirmar que sobre el presidente venezolano han dicho y seguirán diciendo “toda la verdad”. ¿Cuál verdad si es evidente que ocultan información? Es verdad que han dicho que tiene cáncer, pero no han dicho dónde (en la tal “zona pélvica” hay huesos, músculos, vísceras, intestinos); no han dicho qué tan avanzado estaba el cáncer cuando lo operaron la primera vez; no han dicho si hay metástasis o no. En el último comunicado usan también rodeos ridículos: “complicaciones”. Sí, pero cuáles. “Severa infección pulmonar”. ¿Qué es eso, el nuevo nombre bolivariano de la neumonía? “Insuficiencia respiratoria que requiere del Comandante Chávez un estricto cumplimiento del tratamiento médico”. ¿Y cuál es el tratamiento? ¿Respirador artificial, oxígeno, ejercicios respiratorios, traqueostomía, qué? No dicen. Su tal verdad es una verdad a medias, que es lo mismo que una mentira.
Y terminan el comunicado acusando al “entramado mediático transnacional” de desatar “una guerra psicológica alrededor de la salud del Jefe del Estado”. Pero es, precisamente, el mismo secretismo del régimen bolivariano el que propicia los rumores y las elucubraciones. Si los médicos pudieran hablar públicamente y decir “el señor Hugo Chávez tiene esto y esto y lo estamos tratando de esta manera”, esos inventos, adivinanzas, rumores, cesarían de inmediato. Son, precisamente, los regímenes autoritarios los que, al dosificar la información, al no ser nunca transparentes, al usar el secreto como un arma política (yo sé más que tú, sé más que la oposición y por lo tanto sé cómo prepararme para la batalla), propician la guerra de la que se quejan. Y al portarse así confirman también lo que temen: que cuando el duro perezca, todo será distinto.

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