Tulio Hernández
El Nacional
La imagen de la camioneta incendiada en la Plaza del Rectorado de la Universidad Central de Venezuela, el pasado miércoles 19, por un grupo de encapuchados que trataban de sabotear la llegada de una marcha de universitarios proveniente de Barquisimeto en apoyo al paro nacional de universidades, será uno de los más notables símbolos, los más tristes recuerdos y de las más humillantes afrentas del trato que el gobierno rojo ofrece a las universidades autónomas.
Los actos de violencia y destrucción protagonizados en nuestras universidades por activistas entrenados y con el rostro cubierto, no es nada nuevo. Es cierto. Durante largos años, cuando el chavismo aún no gobernaba, todos los jueves, en un ritual macabro y delictivo camuflado de heroísmo político, un grupo de encapuchados escenificaba en las puertas de la Ciudad Universitaria intercambios sistemáticos de piedras y bombas lacrimógenas con la policía que, generalmente, terminaban con el incendio de un transporte público o el secuestro, saqueo y destrucción del camión de un humilde distribuidor de alimentos.
Eran los tiempos del bipartidismo y los protagonistas de aquellos hechos, militantes fanáticos de la ultraizquierda, muchos de ellos hoy figuras del alto gobierno, sólo dejaron de practicar el bárbaro ritual cuando la comunidad ucevista salió de la apatía y confrontó el hecho a través de un referéndum.
Pero desde que el chavismo llegó al poder el enemigo cambió de dirección, el lugar de la violencia reiterada ya no es la calle, y el objeto de ataque no son los policías metropolitanos, los automóviles, autobuses o camiones en tránsito. La violencia ocurre ahora dentro del campus universitario y el objeto de ataque son las instalaciones, los equipos y las personas de la Universidad Central.
Sucede que las universidades autónomas en Venezuela han sido siempre incómodas para el poder político. Ya en dictadura, ya en democracia, fueron siempre centros de crítica, resistencia y activismo opositor. El proyecto rojo no ha sido la excepción. Desde que Hugo Chávez entró en Miraflores sus seguidores no han ganado ni una sola de las elecciones de autoridades rectorales. Ni una sola federación de centros de estudiantes.
Y eso, para un proyecto que aspira a copar todos y cada uno de los espacios de la vida colectiva, es intolerable. Por eso la estrategia ha sido el allanamiento goteado, un tipo de intervención que se realiza no con tropas que bruscamente invaden las casas de estudio e imponen nuevas autoridades, sino a través de una secuencia de cercos superpuestos que van asfixiando, como la boa constrictor, la vida universitaria y transfiriendo su control a la nueva élite en el poder.
Son tres cercos. El cerco presupuestario, primero, que empobrece la calidad educativa y de investigación y degrada la calidad de vida de profesores, obreros y empleados. El cerco jurídico, que a través del uso persecutorio del Tribunal Supremo impide la realización de elecciones libre y la renovación de autoridades, y prepara una nueva ley que viola flagrantemente la Constitución. Y, por último, el cerco violento, que como una baba verde degrada al que lo ejerce pero igual descoloca a las víctimas, confunde responsabilidades y genera la atmósfera de caos necesario para que la confusión institucional y el desaliento reinen.
La camioneta y el autobús incendiados en la Plaza del Rectorado no son un azar. Son una advertencia, una intimidación. El choque visual entre los hierros retorcidos de los vehículos y la armónica belleza del Aula Magna de Villanueva y Calder, a cuyas puertas ocurrió, no son una mera salvajada. Son una escena más del avance del guión del allanamiento goteado que poco a poco se cierra sobre las universidades con el silencio cómplice de miembros del alto gobierno que de esta casa egresaron, y la resignación amarga de muchos universitarios que aún no se percatan del tamaño de la amenaza.
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