miércoles, 26 de junio de 2013

LA REBELIÓN DE LOS NO TAN POBRES


      Álvaro Vargas Llosa

“La voz de la calle tiene que ser escuchada”, dijo la Presidenta Dilma Rousseff desde Planalto esta semana. Era la aceptación, después de muchos días de silencio desconcertado, de que muchos brasileños están en serio entredicho con el estado de cosas imperante y dispuestos a expresar una rebeldía masiva y sostenida. No es una imagen que el mundo esperaba de un país-estrella y mucho menos en la era de Lula, que ha prolongado su figura en la Presidencia de Dilma (de lo cual fue una prueba más el que la presidenta se reuniese con su antecesor, luego de admitir la crisis social, para pedirle consejo). Pero para los brasileños, la sorpresa es mucho menor que para el resto del mundo: algo no anda bien en Brasil desde hace unos años. El éxito del Partido de los Trabajadores, es decir la era Lula, ha cedido el paso, poco a poco, a una desconfianza hacia el poder en todos los niveles, en la que se combinan desde el hastío con una corrupción percibida como endémica hasta el temor a que la desaceleración económica de los últimos tres años sea el fin de una ilusión.
La pregunta clave es si detrás de esta explosión de cólera está el éxito o el fin de la ilusión. Porque ha habido ambas cosas en el Brasil de la última década y no puede descartarse que lo que sucede sea, como lo fue en el caso chileno, un asunto de expectativas desbordantes desatadas por la nueva prosperidad y enfrentadas a las insuficiencias o la mediocridad de los servicios públicos.
La primera impresión, sin duda, es esa. Por varias razones: los manifestantes pertenecen a la clase media, no a las favelas, y lo que piden no es lo que pide la gente pobre, sino la gente que ha dejado esa orilla pero se siente lejos de haber llegado a la otra. Así como en Chile la demanda que nucleó a todas las otras fue la educación, en Brasil ha sido el transporte (lo que gatilló la protesta inicial fue el aumento del precio en unos 10 centavos de dólar en Sao Paulo). Pero, a diferencia de Chile, aquí se han sumado casi desde el comienzo exigencias que tienen que ver no sólo con la expectativa de ser mejores, sino con el temor a volver a ser peores. En Chile había quienes cuestionaban todo el modelo, pero ese no era el tenor del grueso de la protesta; en Brasil hay quienes creen que hay el serio riesgo de que los 40 millones que salieron de la pobreza en las últimas dos décadas vuelvan a su condición anterior, o al menos se acerquen a ella.
¿Qué sucedió en Brasil en todos estos años? Diría, simplificando hasta la insolencia, que dos cosas. Primero: el ascenso de la clase media gracias al crecimiento que Lula heredó de Fernando H. Cardoso y que él mantuvo, y la expansión del aspecto redistributivo del modelo. Después: el frenazo de los últimos tres años, las marchas y contramarchas para tratar de echar a andar la locomotora y la creciente sensación, en la clase media, de que las sombras del consumo abundante de los últimos años empezaban a opacar a las luces. Esto último no devolvió a la clase media a su condición anterior: al contrario, sigue siendo grande y abundante. Pero sí la devolvió a la realidad: una realidad que se expresa en el hecho de que los hogares destinan entre un tercio y 40 por ciento de sus ingresos a pagar deuda, la inflación es alta (ha llegado en el caso de los bienes no transables al 9 por ciento) y la inversión está en niveles bajos (la tasa es de apenas un 18 por ciento del PBI, 10 puntos porcentuales menos que algunos de los de la Alianza del Pacífico).
Vuelvo por tanto a la pregunta anterior: ¿crisis de éxito o de fracaso? Los muchos años de crecimiento y redistribución crearon una clase media que consumía a crédito lo que nunca soñó consumir. Esa clase media, sin embargo, se encontró con una infraestructura paupérrima (los agricultores pagan cuatro veces más que sus pares en otros países sólo para llevar lo suyo a los puertos) y unos servicios muy malos, todo ello en medio de una corrupción dantesca en todos los niveles de gobierno. Ese encontronazo es, sin duda, parte de la causa de la rebelión. Está expresada tanto en el tipo de manifestantes como en la naturaleza de sus reclamos, que empezaron con el transporte y se extendieron a la educación, la salud, la moral pública. Pero luego hay otro aspecto: un constante reclamo contra la falta de crecimiento, contra lo que se percibe como una desaceleración que puede ser de larga duración. Lo que dice ese aspecto de la rebelión es: no queremos volver a ser pobres. A diferencia del reclamo del éxito, este es el reclamo del fracaso: el modelo se ha agotado y tememos mucho que todo haya sido una ilusión.
Pocas cosas indignan más a una población que la inflación. Brasil tomó, hace dos años, una decisión arriesgada al empezar a bajar las tasas de interés, que eran, en efecto, desmesuradamente altas, por orden política. Pero la inflación ya era significativa y superaba a la de otros países latinoamericanos. ¿El resultado? Un dato lo dice todo: hace pocos meses tuvieron que empezar a subir las tasas otra vez. Los precios que han indignado a los manifestantes son en parte el resultado de la inflación: aunque esos precios han estado subvencionados y en ciertos casos congelados por gobiernos locales, por los estados o por el gobierno federal (según de qué rubro hablemos), la inevitable aceptación de la realidad ha provocado que muchas de las tarifas, incluido el transporte en Sao Paulo, suban.
Ha contribuido también a aumentar algunas tarifas el hecho de que el gobierno, como parte de una política destinada a reducir lo que consideraba que era una excesiva tasa de retorno para el capital, obligara en su momento a muchas empresas a poner precios irrealmente bajos en un primer momento (fue el caso de la gasolina: Petrobras tuvo que vender el combustible por debajo del precio de mercado, con lo cual sus ganancias cayeron, y debió reducir sus inversiones o gastos de capital). Ahora, dándose cuenta de que la caída, o al menos el ritmo bajo, de la inversión no augura nada bueno en medio de la desaceleración general, empieza a dar marcha atrás en ciertas medidas y suben las tarifas para permitir a las empresas mayores márgenes.
La calle va más rápido que el gobierno. Protesta también contra otras cosas. Ya no acepta ni siquiera la inversión masiva del gobierno en infraestructura, más de 12 mil millones de dólares, relacionada con las citas mundiales de 2014 (fútbol) y 2016 (Olimpiadas). No hay semana que no se haga alguna denuncia por cobro de sobreprecios en las distintas obras. La calle se subleva: ¡basta de corrupción!
La gran diferencia con Chile es todo el aspecto adicional de la rebelión que mencioné: los brasileños temen que el modelo no siga dando lo que ya dio. El otro aspecto -la exigencia de servicios y justicia acordes con la nueva clase media- sí tiene un parentesco muy directo. ¿Cuál de los dos aspectos es más determinante en la calle brasileña? Sospecho que el segundo, pero el primero no está lejos del primero.
¿Y qué relación guarda con lo que vimos en Argentina? Más apropiado sería, tal vez, hablar de las rebeliones argentinas en plural. Porque en la última década larga se han registrado dos. La primera fue la del célebre “¡Que se vayan todos!”. Esa ocurrió en 2001/2. La otra empezó en 2012, pero en cierta forma continúa, esporádica, todavía.
En 2001/2, la clase media, que había crecido mucho con la bonanza de los 90, se vio ante el abismo: el modelo, por culpa de un gasto público incompatible con la convertibilidad, hizo crisis. De súbito, la prosperidad se iba como arenilla entre los dedos. Era una rebelión contra el fin de la ilusión (en eso se parece, desde la perspectiva de hoy, aunque con muchas diferencias de matiz, a uno de los dos grandes elementos de la protesta brasileña de hoy). Pero la reciente es más compleja, pues se trata de una rebelión también de la clase media, pero con dos caras: una se expresa contra el populismo autoritario, es decir, contra el kirchnerismo, del que desconfía desde hace buen tiempo. La otra cara se expresa también contra el gobierno, pero en nombre del populismo, pues lo que le reprocha no es el fracaso, sino la timidez en las políticas populistas.
A diferencia de Chile o Brasil, donde era y es potente el reclamo de servicios de primer mundo para una economía que ha hecho brotar una vasta clase media, en Argentina el reclamo es de democracia y de economía libre para un sector, y para el otro, de más tercermundismo (pienso sobre todo en los peronistas radicales, parte de ellos vinculados al sindicalismo, y en las “patotas”). Es decir: Argentina está librando una batalla entre el primer y el tercer mundo en la protesta, mientras que Chile y Brasil, al menos en el aspecto que ambas protestas comparten, están debatiendo cómo hacer que los servicios y el Estado se acoplen a la economía exitosa. En el caso de Brasil, como queda dicho, hay además el otro aspecto: el temor de la clase media a volver al tercer mundo. ¿Es esto último parecido a lo que reclaman los argentinos hastiados del populismo? Sólo en parte. Los argentinos que reclaman no temen volver al tercer mundo: más bien sienten que han sido arrastrados de regreso a él por el kirchnerismo y, por tanto, lo que piden es salir de él.
Por supuesto, surge la pregunta: ¿qué país vendrá después? ¿Será el Perú, donde un aumento explosivo de la clase media ha puesto mucho dinero en el bolsillo de la gente, pero donde los servicios relacionados con la educación y la salud, así como el Estado en su conjunto, son deplorables? ¿Será Colombia, donde también ha aumentado la clase media y donde la polarización por la negociación con las Farc y las relaciones exteriores del Presidente Santos parece un escenario de riesgo? ¿Será acaso México, donde el PRD y su base social de izquierda están a la espera de un fracaso del PRI para quedar como la única alternativa, tras la fuerte derrota del PAN en las últimas elecciones?
No lo sabemos. Otra cosa que tampoco sabemos es si será posible una respuesta común en toda la región a esta rebelión de las clases medias, pues las diferencias parecen significativas entre caso y caso. Pero, dada la rapidez con que viaja hoy el ejemplo, el que logre la fórmula será copiado. Como fue copiado el programa de asistencia social condicionada, “Oportunidades”, de México, por ejemplo, con algunas variantes, según de qué país hablemos.
América Latina, tradicionalmente el continente de las mayores desigualdades, donde el coeficiente Gini de los expertos registraba sus grandes hazañas estadísticas, quería una clase media. Ya la tiene. Ahora no sabe qué hacerse con ella.

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