EL PAÍS 20 JUN 2013
Es un mantra que se escucha cada vez más en todo el mundo. El poder de Estados Unidos está decayendo. Y en América Latina esto se constata más que en ningún otro lugar. La región ya no es considerada el “patio trasero” de Estados Unidos, al contrario, presumiblemente el continente nunca ha estado ni tan unido ni tan independiente. Sin embargo, este punto de vista no refleja la verdadera naturaleza de la influencia estadounidense en América Latina y en otros lugares.
Es cierto que la atención de Estados Unidos hacia América Latina ha disminuido en años recientes. El presidente George W. Bush estaba más concentrado en su “guerra global contra el terrorismo”. Su sucesor, Barack Obama, tuvo al parecer poco interés en la región, al menos en su primer mandato.
En efecto, en la Cumbre de las Américas, que tuvo lugar en Cartagena en 2012, los dirigentes latinoamericanos se sintieron lo suficientemente seguros y unidos como para desafiar las prioridades estadounidenses en la región. Exigieron a Estados Unidos levantar el embargo a Cuba, con el argumento de que había dañado las relaciones con el resto del continente, y hacer más para combatir el uso de drogas en su propio mercado mediante educación y trabajo social, en lugar de suministrar armas para luchar contra los capos de la droga en América Latina —batalla que todos piensan ha sido un total fracaso—.
También es cierto que los países latinoamericanos han diversificado enormemente las relaciones económicas más allá de la influencia estadounidense. China es ahora el segundo socio comercial más grande de América Latina y rápidamente está alcanzando a Estados Unidos. India está mostrando un fuerte interés en la industria energética de la región y ha concluido acuerdos de exportación en el sector de defensa. Irán ha fortalecido sus vínculos económicos y militares, en especial con Venezuela.
Asimismo, en el año 2008, el entonces presidente ruso, Dmitri Medvédev, vio la guerra estadounidense contra el terrorismo como una oportunidad de crear acuerdos estratégicos con potencias emergentes como Brasil o el ALBA, la Alianza Bolivariana para los Pueblos de nuestra América, un bloque ideado por Venezuela opuesto a los proyectos estadounidenses en la región. El gigante energético, Gazprom y las industrias militares del país han encabezado los esfuerzos del Kremlin por demostrar la capacidad de influencia rusa en los países vecinos de Estados Unidos —una respuesta directa a la percepción de una intromisión estadounidense en el propio “vecindario inmediato” ruso, en particular en Georgia y Ucrania—.
Un continente que en otros tiempos sufrió golpes militares ha implantando lenta, pero firmemente democracias estables. La gestión económica responsable, los programas de lucha contra la pobreza, las reformas estructurales y una mayor apertura a la inversión extranjera han contribuido en conjunto a generar años de crecimiento con baja inflación. En consecuencia, la región pudo resistir los estragos de la crisis financiera global.Con todo, sería un error considerar la diversificación de las relaciones internacionales de América Latina como el evento que marca el fin de la supremacía de Estados Unidos. A diferencia de la era pasada de superpotencias y naciones cautivas, la influencia estadounidense ya no puede seguir definiéndose como el poder de colocar y deponer dirigentes desde la Embajada estadounidense. Pensar así es ignorar cómo ha cambiado la política internacional en el último cuarto de siglo.
Estados Unidos no solo fomentó estos cambios, sino que se benefició enormemente de ellos. Ahora más del 40% de las exportaciones estadounidenses van a México, Sudamérica y América Central, su destino de más rápido crecimiento. México es el segundo mercado extranjero más grande de Estados Unidos (con un valor estimado de 215.000 millones de dólares en 2012). En los últimos seis años, las exportaciones de Estados Unidos hacia América Central han aumentado un 94% y las importaciones procedentes de la región han crecido un 87%. Asimismo, la inversión extranjera más importante en el continente sigue siendo la de Estados Unidos. Es claro que los intereses estadounidenses se favorecen al tener vecinos democráticos estables y cada vez más prósperos.
Esta nueva realidad también exige un estilo diferente de diplomacia —uno que reconozca la diversidad de intereses en el continente—. Por ejemplo, una potencia emergente como Brasil quiere más respeto en la escena mundial. Obama se equivocó cuando en 2010 descartó un acuerdo sobre el programa nuclear de Irán mediado por Brasil y Turquía (a pesar de que anteriormente había respaldado estas negociaciones). Otros países podrían verse favorecidos por los esfuerzos estadounidenses para promover la democracia y las relaciones socioeconómicas, como muestran las giras recientes de Obama a México y Costa Rica.
Las relaciones comerciales representan otro instrumento importante. El presidente chileno, Sebastián Piñera, visitó la Casa Blanca hace poco para tratar, entre otros, el tema del acuerdo de Asociación Transpacífico (TPP, por sus siglas en inglés), acuerdo ambicioso de libre comercio que podría abarcar Nueva Zelanda, Singapur, Australia, México, Canadá y Japón. También visitó la Casa Blanca el presidente peruano, Ollanta Humala, mientras que el vicepresidente estadounidense, Joe Biden, tiene programado visitar América Latina pronto.
La lengua y cultura también importan. Dado el extraordinario crecimiento de la influencia latina en Estados Unidos, es casi inconcebible que dicho país pueda perder su estatus único en la región a favor de China, Rusia y ya no se diga de Irán.
Ya pasaron los días en que el poder militar y la política de subversión podían garantizar la influencia estadounidense —en América Latina o en otros lugares—. Actualmente, una potencia mundial es una que puede combinar el dinamismo económico y una cultura popular con un alcance mundial basado en intereses compartidos. Estados Unidos está mejor posicionado que cualquier otra potencia en este sentido, en particular cuando se trata de aplicar estas ventajas en su vecindario inmediato.
Shlomo ben Ami, exministro de Relaciones Exteriores de Israel, es vicepresidente del Centro Internacional Toledo para la Paz (Toledo International Center for Peace) y autor de Scars of War, Wounds of Peace: The Israeli-Arab Tragedy.
Traducción de Kena Nequiz.
© Project Syndicate, 2013.
No hay comentarios:
Publicar un comentario