domingo, 9 de junio de 2013

¿OTRA EUROPA?


    Javier Cercas
Es un hecho: de un tiempo a esta parte, el euroescepticismo corroe Europa. En Gran Bretaña, Cameron promete para 2017 un referéndum sobre la pertenencia del país a la UE; en Italia, Grillo propone salir del euro; en Francia, Le Pen pide también un referéndum para abandonar el euro y la UE; incluso países como el nuestro, hasta hace poco rocosamente europeístas, notan que la fe en las bondades de una Europa unida empieza a agrietarse. Puede discutirse si esta desafección general atañe a la idea de una Europa unida o sólo a la forma en que Europa se está uniendo, pero no que el fenómeno existe, y que crece. Es extraordinario: hace poco más de diez años, cuando estrenábamos el euro y la crisis económica ni siquiera se atisbaba, era una verdad casi indiscutida que la UE iba a ser el gran poder del siglo XXI, y todo el mundo estaba deseando pertenecer a ella; ahora ocurre lo contrario. La crisis económica amenaza con liquidar la mejor idea política que hemos tenido los europeos en nuestra historia. Es verdad que esta crisis no es económica (o no sólo), sino sobre todo política, y también es verdad que no es en origen una crisis europea. Da igual: lo relevante es que cada vez más europeos hacen responsable a Europa de la mala situación; en cierto modo es lógico: nada alivia tanto de momento como atribuir a otro las culpas de las propias desgracias y, del mismo modo que los catalanes hemos descubierto que es estupendo culpar a España de todo lo malo (porque así no tenemos que responsabilizarnos de ello), los europeos estamos descubriendo que es estupendo hacer lo mismo con la Europa unida.
El diagnóstico de Agamben me parece en parte acertado; su remedio, equivocado del todo. Es verdad que Alemania está imponiendo una Europa acorde sólo con sus intereses y finalmente injusta. Pero, por un lado, no veo qué arreglamos creando una Europa pobre unida por Francia y una Europa rica unida por Alemania, sobre todo teniendo en cuenta que los grandes males recientes de Europa han surgido del enfrentamiento entre Francia y Alemania. Por otro lado, es absurdo pensar que la pobre y frágil Europa latina podría defenderse de la voracidad irracional de los mercados y proteger así su democracia, cuando en realidad tampoco podría hacerlo la rica y fuerte Europa germana (igual que es absurdo pensar que ninguna de las dos pudiera por sí sola luchar contra China o India e impedir, por tanto, que Europa quede reducida a la irrelevancia). Por lo demás, ¿no podrían los vascos o los lombardos, en esa hipotética Europa latina, decir que no tiene sentido obligarles a vivir como españoles o italianos y a perder su patrimonio cultural? ¿No debería ser precisamente una de las mayores fortalezas de una Europa unida el logro de la unidad política y económica sin pérdida de diversidad cultural, sin que nadie obligue a nadie a llevar una forma de vida que no quiere llevar? ¿No asoma la pezuña en el argumento de Agamben el principal enemigo histórico de Europa, que es el nacionalismo? ¿No es en el fondo la nueva Europa de Agamben la vieja Europa de siempre? Ustedes dirán.A la vista de este panorama, algunas buenas cabezas están intentando urdir alternativas a la actual UE; el último en hacerlo (o el penúltimo) ha sido Giorgio Agamben. En un artículo publicado en La Repubblica, Agamben lamentaba que la actual UE se haya formado ignorando los parentescos culturales, sobre una base sólo económica; según él, esta opción estaría mostrando ahora toda su fragilidad, en especial desde el punto de vista económico: la pretendida unidad se habría reducido a acentuar las diferencias, imponiendo a una mayoría más pobre los intereses de una minoría más rica, a menudo coincidentes con los de una única nación (Alemania). Agamben busca una alternativa a este supuesto error en una idea acuñada en 1947 por Alexander Kojève: la idea de una unión latina, una comunidad encabezada por Francia que uniera política y económicamente a las tres grandes naciones latinas (Francia, Italia y España), emparentadas por formas de vida, de cultura y de religión. Escribe Agamben: “No sólo no tiene sentido pretender que un griego o un italiano vivan como un alemán, sino que, incluso si eso fuese posible, significaría la pérdida de un patrimonio cultural hecho sobre todo de formas de vida”.
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