Alberto Barrera Tyszka
El Nacional
Esta semana se cumplirán 4 meses de la muerte de Hugo Chávez. Y, contra todo pronóstico, el catecismo oficial no ha obtenido el éxito esperado. Aun con una mayor consolidación burocrática, y con resultados importantes en la legitimación internacional, la imagen del gobierno sigue siendo sobre todo una ausencia. El chavismo sin Chávez no ha conseguido reinventarse. No ha logrado construir una identidad propia. Solo se define por lo que no es, por lo que le falta.
De manera natural, la muerte de Chávez comenzó a despolarizar al país. Se necesita su carisma para mantener la adrenalina en alto, para sacar ganancia de una permanente confrontación. Los asesores del gobierno entendieron que sin Chávez la pugnacidad podía alimentar, más bien, a Capriles, darle fuerzas y espacio a la oposición. Vivimos días extraños. Todo sigue peor pero tenemos la sensación de que algo se está desinflamando. Las denuncias de invasiones terroristas ya no dan ni para hacer una broma. Eso que llaman chavismo cada día se desdibuja más. Muy rápidamente, se gastaron su épica.
Quizás por eso todo el boato oficial suena falso. La retórica del poder nos propuso algo que, paradójicamente, tiene muy poco que ver con la imagen de sí mismo que construyó el propio Chávez. Nos ofrecen una grandilocuencia postiza, una pompa pesada y distante, para celebrar a alguien que se dedicó a sabotear las grandilocuencias postizas y las pompas pesadas y distantes. Cada vez que con voz cavernosa hablan de “comandante eterno” o del “líder supremo”, traicionan simbólicamente al personaje que construyó Chávez para relacionarse con las grandes mayorías.
Chávez fraguó una identidad ligada a la sencillez, a la humildad, a la fragilidad popular frente a los rituales del poder. Ahora, los rituales del poder lo han convertido en una ceremonia sin ingenio, en un prócer.
Le dan premios, hacen homenajes, ponen su nombre en estadios y en plazas…y ya todo termina dando un poco igual.
Al final, nadie parece recordar nada. Todo es una rutina predecible. Donde antes aparecía Chávez jugando beisbol en un estadio militar, ahora hay unos gorditos, con uniformes ajustados, tratando de imitarlo, queriendo jugar en su nombre, intentando convertir una caimanera en un evento religioso. Y, por supuesto, no les sale. A nadie le interesa. No emocionan. Solo burocratizan la fe.
Ahí está su más terrible y trágica definición positiva: son aburridos. No importa mucho lo que digan. Pueden mentarle la madre a Santos o decirle papito mi rey a John Kerry. Da lo mismo. Pueden decir que la corrupción es capitalista, que la ineficacia es imperialista y que el machismo también es yanqui. No pasa nada. Nadie se distrae. El poder perdió su gracia.
Chávez se permitía desmanes y abusos porque tenía gracia. Así matizaba la violencia y le daba una cierta espesura discursiva a sus acciones. Era un militar que recitaba a Mario Benedetti. Una mezcla inédita de autoritarismo y cursilería. Ahora las cosas quizás son iguales pero se perciben y se ponderan de distinta manera.
No hay forma de justificar la prohibición que el Estado venezolano le ha impuesto a la ex jueza Afiuni. Ríete de los gringos y de su persecución a Edward Snowden. Esto es violencia institucional de la buena. Censura salvaje y en serio. Y no hay nadie con suficiente gracia en el equipo oficial como para ofrecer un argumento, una frase de Bolívar, un chiste.
Tampoco tienen gracia Jorge Rodríguez ni Ernesto Villegas. Salir con la grabación de una señora que, en las primarias de la oposición, no sacó ni 110.000 votos no solo es un delito, es de mal gusto, es algo mezquino. No se le puede pagar el sueldo a un ministro para que ande en esas babosadas. Ya las cosas no son como antes. Ahora hay más inflación que chavismo. Ahora la corrupción es un tema. Los sueños también se están desinflamando. Ya no hay héroes sino gobierno, un gobierno como cualquiera. El chavismo sin Chávez no es una revolución.
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