DEMOCRACIAS DECEPCIONADAS
Jorge Castañeda
CIUDAD DE MÉXICO – En 2011 y 2012, decenas de miles de estudiantes organizaron protestas en Santiago, Chile, para exigir un mayor acceso a la educación superior. Hace unos meses, cientos de miles de brasileños marcharon en San Pablo, Río de Janeiro y Belo Horizonte, para reclamar por mejores servicios de salud pública, mejores escuelas y un transporte público más económico y más eficiente. Y colombianos y peruanos de todos los sectores (especialmente campesinos, dueños de granjas y mineros), así como maestros de escuela mexicanos, hoy copan los centros de Bogotá, Lima y Ciudad de México, alterando la vida diaria de los habitantes y creando graves problemas para las autoridades.
Estos países, alguna vez modelos de esperanza económica y promesa democrática en América Latina, se han convertido en ejemplos de democracias sin legitimidad o credibilidad. Si bien han hecho un progreso social significativo en los últimos años, se han transformado en centros de malestar popular. Y sus presidentes, a pesar de su innegable competencia, están viendo cómo sus índices de aprobación se desmoronan.
Estas paradojas son perplejas y a la vez reveladoras. Por empezar, reflejan un problema de crecimiento económico. La economía de Chile ha tenido un buen desempeño en los últimos dos años, a pesar de los bajos precios mundiales del cobre; pero su tasa anual de crecimiento no está ni cerca de la de los 25 años anteriores. El bálsamo económico aplicado a viejas heridas sociales y culturales está perdiendo su efectividad.
De la misma manera, si bien la economía de Brasil mantuvo una relativa resiliencia después de la recesión de 2009, el crecimiento se desaceleró casi a cero el año pasado. Las tasas de crecimiento en 2012 en Colombia y hasta en Perú, que tuvo un desempeño mejor que el de cualquier otro país latinoamericano desde 2000, también cayeron significativamente. Y México, con el peor desempeño de las cinco economías en los últimos 15 años, se superó a sí mismo; este año, se espera que el crecimiento alcance apenas el 1%, en el mejor de los casos.
Al mismo tiempo, mientras que todos estos países edificaron las instituciones políticas y judiciales necesarias para consolidar sus transiciones a la democracia –desde Brasil a mediados de los años 1980 hasta México en los años 2000-, estas instituciones han pasado a estar (y en algunos casos siempre lo han estado) considerablemente aisladas de las demandas populares. En consecuencia, las protestas tomaron a los presidentes aparentemente receptivos de estos países por sorpresa.
De hecho, Juan Manuel Santos Calderón de Colombia y Dilma Rousseff de Brasil –dos políticos calificados y experimentados- no estaban en absoluto preparados para las protestas de sus países. De la misma manera, Enrique Peña Nieto de México y Ollanta Humala de Perú, que siempre parecieron ser líderes perceptivos, no vieron la tormenta que se estaba gestando.
Como dijo el economista y político chileno Carlos Ominami: “Los hijos de la democracia se han convertido en los principales generadores del cambio; el movimiento social que representan carece de liderazgo político, y las fuerzas políticas del país prácticamente han roto todas sus conexiones con el mundo social”.
Este año, Chile llevará a cabo su sexta elección democrática consecutiva y dos mujeres –la ex ministra de Trabajo Evelyn Matthei y la ex presidenta de centroizquierda Michelle Bachelet (ambas hijas de oficiales militares de alto rango)- hoy lideran las encuestas. Quien gane tendrá que optar entre transformar profundamente las instituciones de Chile o permitir que el malestar social se desmadre.
Brasil enfrenta una prueba similar, ya que la Copa Mundial de fútbol del año próximo y los Juegos Olímpicos del 2016 ponen a prueba la resiliencia y la adaptabilidad de los marcos sociales y macroeconómicos que han impulsado el desarrollo del país durante casi dos décadas. Con certeza, los programas proactivos contra la pobreza, la facilidad para obtener crédito, un auge de las exportaciones de materias primas y un elevado gasto público (financiado por una carga impositiva igualmente pesada) sacaron a millones de habitantes de la pobreza. Pero las expectativas de la clase media emergente –que incluyen una infraestructura eficiente, una educación y servicios de salud de alta calidad y empleos bien pagos- no se cumplieron. Si ni siquiera van a poder entrar a los lujosos estadios nuevos para ver jugar a su selección nacional, no van a estar contentos.
En el mismo sentido, si bien México ha experimentado un rápido crecimiento demográfico y mejoras significativas del nivel de vida en los últimos 15 años, muchos creen que no están recibiendo lo que merecen –o lo que les prometieron-. Los maestros están furiosos porque les endilgan el estado precario del sistema educativo del país y consideran la ley de “reforma educativa” de Peña Nieto como una excusa para limitar el poder de los sindicatos evitando, a la vez, una genuina reforma institucional.
Los residentes de clase media de Ciudad de México –que ejercen una influencia desproporcionada en todo el país- también están enfurecidos, tanto con los maestros por afectar su vida cotidiana como con las autoridades federales y locales por no saber restablecer el orden. En este marco, la credibilidad de las instituciones políticas de México se está erosionando rápidamente.
Sin embargo, existe una cuestión más fundamental en juego que surge de las imperfecciones acumuladas de la democracia representativa en países donde las condiciones sociales y económicas son menos que ideales. Cuando reinaba la excitación post-autoritaria y prevalecía el rápido crecimiento económico, estas imperfecciones eran manejables; ahora, cuando la excitación se desvanece y el crecimiento económico es un recuerdo, se han convertido en inmensos desafíos.
Este problema trasciende América Latina. Como señalaron observadores como Joshua Kurlantzick, un alejamiento global de un gobierno representativo, motivado por clases medias cada vez más desilusionadas, está en proceso. Para los líderes electos, el dilema es que no existen soluciones sencillas –y muy poca paciencia pública para otras más complejas.
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