ELÍAS PINO ITURRIETA
El Nacional
Aparte de los males que habitualmente acarrea, el personalismo impone a la sociedad uno de los elementos de los cuales depende su permanencia: las clientelas familiares y personales. En la medida en que los regímenes se subordinan a una influencia individual, más que a un pensamiento capaz de legitimar su ascenso y su continuidad, se aferran a la confianza que garantizan los nexos de sangre y las relaciones amicales. La parentela y el compadrazgo se convierten así en el soporte de una hegemonía, en perjuicio del control institucional y de la importancia de las organizaciones políticas. La gente de la casa está por encima de las leyes y de la opinión de partidos, corporaciones y gremios. Ante la ausencia de planes y por la orfandad de ideas sobre el manejo de la sociedad, son más eficaces y comprobables las lealtades de los parientes y los amigotes.
Desde sus inicios, la república ha tratado de luchar contra la dominación de castas familiares y tribales. A partir de 1830 son memorables las páginas que se escribieron sobre la conveniencia de establecer un sistema alternativo, a través del cual se garantizara el gobierno de los más aptos. Se pretendió que la medición de la aptitud no dependiera del parentesco con el hombre fuerte de turno, ni con los nexos de dependencia que se mantuvieran con él, sino de las prendas que cada individuo comprobara para cumplir los encargos de la burocracia. La Viñeta, residencia del jefe del Estado, cama de su querida, corredor para los juegos de los hijos, aposento de celebraciones íntimas y solar para abrigo de los compadres que venían a ofrecer su afecto incondicional y su afilada lanza, se convirtió en símbolo de lo que no debía existir en una nación moderna. Pese a que la habitaba un individuo tan poderoso como Páez, sobraron las críticas sobre lo que su residencia significaba como negación del proyecto liberal por cuyo establecimiento se luchaba.
Los reproches no llegaron a la meta si consideramos lo sucedido durante el régimen de los Monagas, degeneración del imperio de la parentela presidencial y de los compinches dedicados a la depredación. Las cosas no mejoraron en tiempos del Ilustre Americano, cuya administración dependió de los guzmanes antes que de los miembros del Partido Liberal. Tampoco si miramos hacia la tiranía de Gómez. Ella fue, en pleno siglo XX, más el dominio de un clan sobre una hacienda próspera que una administración capaz de denominarse republicana. De allí que en adelante se insistiera en la necesidad de erradicar semejantes tropelías. Sin despacharlas del todo, se intentó su moderación durante el período de la democracia representativa. No se puede negar la existencia de administraciones irreprochables en este sentido, o capaces de disimular las desviaciones de hijitos, sobrinos y compadres; pero tampoco dejar de advertir cómo el mal creció sin máscara debido a la influencia de “apóstoles” y “segundas damas” en los tiempos de Pérez y Lusinchi. La proliferación de tales especímenes alimentó el discurso de la “revolución” bolivariana, que vino con la sanitaria intención de acabar con la plaga.
Misión imposible, pero también indeseable para quienes la pregonan. Como primogénita del personalismo, la plaga ha crecido. Un régimen nacido de la voluntad del “Comandante Supremo” no sólo requiere la asistencia de familiares y cómplices en su presente, sino también en la posteridad. De lo contrario, tendría que olvidarse de la subsistencia. La falta de pensamiento y de planes lo amarra fatalmente a una cadena de obsecuencias particulares de la cual no puede deshacerse sin el riesgo de la desaparición, aun cuando su creador no exista físicamente. Lo que el fundador pudo imaginar alguna vez como gobierno, pero también la memoria de lo que él personalmente fue, dependen del apego a una ineludible camarilla. En consecuencia, la camarilla adquiere el derecho de hacer lo que le parezca con el país, no sólo sin atenerse a la letra de las regulaciones sino también sin considerar siquiera el interés del partido oficial. Ni cuando los Borbones.
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