lunes, 6 de octubre de 2014

La desintegración del orden internacional


Federico Steinberg
La paulatina desintegración del orden político internacional imperante en el mundo desde la II Guerra Mundial es ya un hecho incontestable. Ante su declive relativo, Estados Unidos, la potencia hegemónica de las últimas décadas y principal valedor del orden multilateral, está cada vez menos dispuesto a involucrarse en las crisis internacionales y a garantizar la seguridad. Consciente de que los imperios suelen derrumbarse cuando tienen demasiados frentes abiertos, se ha negado a seguir siendo el policía del mundo, dejando importantes lagunas que están siendo cubiertas bien por otras potencias, bien por el caos. La crisis de Ucrania, el territorio controlado por el Estado Islámico en Irak y Siria, o las tensiones en el mar de China son solo algunos de los ejemplos más recientes.
A este creciente desorden político internacional le acompaña otro fenómeno que está pasando más desapercibido pero que entraña consecuencias igualmente peligrosas: el desmembramiento del orden económico multilateral liberal. Estados Unidos también fue su impulsor, y contó para su consolidación con el apoyo europeo y de muchas potencias hoy emergentes, que vieron en la apertura económica, especialmente la comercial, una plataforma idónea para mejorar el nivel de vida de sus ciudadanos. Sin embargo, Estados Unidos pasó de ser un hegemón benigno, que garantizaba la estabilidad monetaria y jugaba el papel de consumidor de último recurso de los productos que exportaban otros países durante las primeras décadas de la posguerra, a abusar de su posición de poder para avanzar sus propios intereses en décadas más recientes. Lo novedoso es que, ante la resaca de la Gran Recesión, está empezando a considerar que defender las reglas ya no redunda tanto en su propio beneficio, sino que otorga más poder a sus rivales emergentes, sobre todo a China. No está dispuesto a invertir tantos recursos como antes en mantenerlas, se abstiene de ejercer el liderazgo necesario para adaptarlas a los nuevos tiempos y no duda en quebrantarlas o bloquear los avances que proponen otros.
La imposición de sanciones comerciales a Rusia ante la anexión de Crimea (del que participan tanto Estados Unidos como la Unión Europea), la resistencia a aprobar la reforma del Fondo Monetario Internacional para dar más voz a los países emergentes, su nueva estrategia comercial basada en acuerdos preferenciales con la Unión Europea y algunos países de la cuenca del Pacífico (que socava las reglas de la Organización Mundial del Comercio), o el escaso interés que muestra por coordinar su política monetaria con la de otras potencias para evitar efectos desestabilizadores en los mercados cambiarios, son algunas de las manifestaciones de esta nueva estrategia. Al fin y al cabo, la estadounidense es una economía bastante cerrada comparada con la de los países europeos o la de China, por lo que cierta erosión de la globalización económica puede resultarle menos nociva que a otros, especialmente cuando está camino de lograr su independencia energética y todavía puede ejercer su poder para garantizar que sus intereses comerciales y financieros sean respetados en una economía global donde impere la ley del más fuerte. Además, su opinión pública, desencantada con la globalización ante el aumento de la desigualdad y crecientemente proteccionista no siente apetito por revertir este impulso aislacionista.
En 1973, el historiador económico Charles Kindleberger explicó la desintegración de la economía internacional del periodo de entreguerras, cuyo corolario fue la II Guerra Mundial, por la ausencia de una potencia hegemónica capaz de imponer al resto unas normas que aseguraran la estabilidad y que fueran aplicadas de forma ecuánime. Reino Unido ya no podía hacerlo y Estados Unidos todavía no quería. Hoy, con Estados Unidos en retirada y ante un mundo cada vez más multipolar, es imprescindible dotar a la globalización de un marco institucional de gobernanza consensuado y percibido como legítimo por las principales potencias y sus ciudadanos. Pero sin liderazgo y ante visiones enfrentadas sobre cómo gestionar el comercio, las finanzas y los problemas energéticos y climáticos globales esta tarea se hace cada vez más difícil.Para muchos, especialmente en la Europa continental crítica con la integración financiera, esta incipiente desglobalización puede sonar bien. Al fin y al cabo la desregulación de las finanzas y la confianza ciega en las bondades del libre movimiento de capitales están en la génesis de la crisis de la que aún estamos saliendo. Sin embargo, no nos encontramos ante una desglobalización controlada que se apoye en la cooperación internacional para mejorar la regulación financiera, combatir los efectos más adversos del neoliberalismo o intentar revertir la enorme desigualdad que ha generado la integración económica, algo que sería bienvenido porque es necesario para legitimar el proceso de integración internacional. Por el contrario, estamos ante una serie de acciones unilaterales que lentamente van erosionando los principios sobre los que se asienta la predictibilidad del orden económico global, lo que nos arroja directamente a un entorno de incertidumbre donde las decisiones económicas quedan congeladas, lo que redunda en un freno a la inversión que reduce el crecimiento potencial y hace más difícil afrontar el endeudamiento y sostener el Estado de bienestar.
El desorden político global que llena las portadas de los periódicos es preocupante, pero la falta de cooperación económica puede llevar a una progresiva fragmentación de la economía mundial que desencadene guerras comerciales y crecientes rivalidades entre bloques enfrentados. Esto sería letal para el crecimiento económico en un contexto ya de por sí delicado en el sur de Europa dados los altos niveles de desempleo y deuda.
Federico Steinberg es investigador principal del Real Instituto Elcano y profesor de la Universidad Autónoma de Madrid.

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