MARTA DE LA VEGA
Esperanza, según el Diccionario de
la Lengua Española (ed. Larousse 2016), es la confianza de que ocurra
lo que se desea o pide, o que aquello a lo que se aspira sea alcanzable para
alguien. También significa hacer creer de manera infundada que se puede lograr
lo que se pide o pretende. En la primera acepción del término, se trata de la
expectativa de un hecho no solo posible sino realizable. En la segunda, es
ilusión sin base cierta, populismo demagógico.
Cuando Prometeo, en el mito griego del
origen de la inteligencia humana y la cultura, roba a los dioses el fuego para
entregarlo a los hombres, a pesar del castigo que la furia divina de Zeus le
impondrá, ilumina el horizonte humano con la razón, que es luz de la
naturaleza. El fuego no solo funda la civilización, al mejorar las condiciones
materiales de vida de los hombres: cocción de alimentos y protección. También
es símbolo de razón, lenguaje y esperanza, que rompen oscuridad, resignación y
fatalismo. La esperanza abre caminos al futuro. Implica el deseo de la
transformación, del cambio favorable y del logro hacia una mejor situación.
Zeus prosiguió su sed de venganza contra
Prometeo, cuyo nombre significa “previsor”, el que piensa en el futuro y se
prepara para ello. Entregó al hermano menor de Prometeo, Epimeteo, el que actúa
y luego piensa y jamás se ocupa del después, un cofre que guardaba todos los
males, conocido como la caja de Pandora, y a su portadora, quien tenía una
insaciable curiosidad. Al abrirlo, pese a las advertencias, los males escaparon
y se esparcieron por toda la tierra. Solo quedó en el fondo del cofre, la
esperanza. Esta no es solo un consuelo para que acabe la adversidad. Es un
motor de acción para la lucha transformadora de las condiciones que aplastan el
ánimo y agobian a los individuos.
En el ámbito de la ciudadanía, la esperanza
es clave, pero no como vana ilusión para estirar la paciencia y el aguante
frente a una realidad insostenible, sino para construir con acciones
responsables, sin improvisación ni voluntarismo, una situación deseable de
cambio. En el plano político, el ejercicio de la voluntad soberana se expresa con
el voto. Es parte de los avances dentro de un sistema democrático luchar para
que se dé en condiciones transparentes, libres y confiables. ¿Y qué hacer si no
hay democracia? ¿Qué hacer si los que dominan las instituciones quieren imponer
la violencia en lugar de la política? ¿Qué hacer si el régimen se sale del
cauce constitucional, incumple las normas electorales y de participación
política, transgrede la Constitución y viola los derechos humanos, civiles y
políticos de los ciudadanos? ¿No se vota? Incluso si las trampas y el
ventajismo buscan sembrar desesperanza y estimular la abstención, es siempre
mejor votar que abstenerse. La abstención tiene fuerza moral pero ninguna
eficacia política, sobre todo en la situación actual, sin instituciones que funcionen.
Con un gobierno que no respeta ni compromisos ni reglas de juego, en un país
donde imperan discrecionalidad y corrupción para ejercer el poder, con
libertades cercenadas y un Estado que no es espacio público al servicio de
todos sino guarida de malandros, el voto es nuestra esperanza. Es el arma
política por excelencia, no la única pero se contrapone a la violencia de las
armas de fuego. Y es un derecho esencial de la democracia. No dejemos que nos
lo arrebaten. Vamos a ejercerlo, más allá del miedo. Hoy más que nunca, como
escribía recientemente Ramón Piñango, recuperar la esperanza de la gente es una
altísima prioridad política, con hechos, no con palabras.
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