Pedro Benítez
AL NAVIO
El peor error en política es subestimar al adversario y eso se ha hecho
con Nicolás Maduro. Ha sacado de la disputa por el poder a todos sus
rivales, abiertos y ocultos, a los de la oposición y a los que están
dentro del régimen, que no eran pocos, maniobrando hasta llegar a un
punto en el cual ya no es el albacea del régimen chavista, sino su
propietario. Ahora el proyecto está a la disposición de sus ambiciones
personales.
El chavismo (así como el peronismo, el franquismo y casi todos los
ismos) fue concebido con el propósito fundamental de perpetuar a un solo
hombre en el ejercicio exclusivo y absoluto del supremo poder político
en Venezuela. Todo lo demás era subalterno a ese objetivo central. Ahora ese movimiento está al servicio de los designios personales de Nicolás Maduro.
Durante su largo mandato el expresidente Hugo Chávez
logró, mediante maniobras seudodemocráticas, controlar el petro-Estado
venezolano, dotarse de un amplio movimiento popular (con fuertes
incentivos clientelares), comprometer a los componentes militares en su
proyecto de poder y tejer una amplia red de apoyos internacionales. Esto
fue lo que en 2013 heredó Nicolás Maduro como sucesor en el cargo de
presidente, junto con una bomba atómica por explotar en términos
económicos.
Según Max Weber, el líder carismático es aquel al
que sus seguidores le atribuyen ciertas condiciones superiores a las de
otros dirigentes. Esa era la característica que sus partidarios veían en
Chávez y que no ven en Maduro, porque simplemente no la tiene. Él es
Presidente no por su trayectoria de lucha política, credenciales
revolucionarias, carisma, empatía con las masas, capacidad oratoria o
por haber organizado un movimiento o reunido una coalición que lo
llevara de la calle al Palacio de Miraflores. Él está allí porque Chávez
(¿o los Castro?) así lo decidió y a continuación todo el peso del
petro-Estado venezolano se movió con ese objetivo.
No obstante, Maduro se las ha arreglado para mantener a la élite
cívico-militar chavista cohesionada detrás de él. La excepción ha sido
la fiscal general, Luisa Ortega Díaz, que no logró arrastrar una disidencia importante que amenazara la estabilidad de Maduro.
Este se ha deshecho en el camino de hombres poderosos dentro del
régimen a los que consideró incómodos, como su primer ministro de la
Defensa (y último de Chávez), el almirante Diego Molero, y del exministro del Interior, general Miguel Rodríguez Torres (también de confianza del expresidente), clave en la represión de las protestas estudiantiles de 2014.
A otros los ha reducido a la irrelevancia, como es el caso de Rafael Ramírez, el otrora todopoderoso ministro de Energía y Petróleo y presidente de la estatal Petróleos de Venezuela S.A. (PDVSA). Hoy Ramírez, marginado fuera del círculo del poder, es el embajador de Venezuela ante Naciones Unidas (ONU).
Pero desde 2003 y hasta el fallecimiento del expresidente Chávez, fue
el funcionario que más poder tuvo en la historia del país en la vital
área petrolera. Más que Juan Pablo Pérez Alfonzo, el mítico ministro fundador de la Organización de Países Exportadores de Petróleo (OPEP). Nadie en Venezuela ejerció nunca los dos cargos simultáneamente.
Al inicio de la Presidencia de Maduro, Rafael Ramírez y Diosdado Cabello
lo flanqueaban permanentemente en todas las declaraciones públicas de
importancia. Ramírez, además de las responsabilidades antes mencionadas,
asumió la Vicepresidencia económica del Ejecutivo y Cabello era
presidente de la Asamblea Nacional (AN), por entonces de mayoría oficialista.
Funcionaban como un triunvirato. Pero Maduro los apartó a los dos. Ramírez era una sombra demasiado grande para el Presidente.
Ni pentarquía, ni triunvirato, ni tutorías. Nada de poder a la sombra
ni consejeros ocultos. Maduro manda él. El hiperpresidencialismo que
heredó le ha sido de muchísima ayuda.
Maduro sobrevivió a la bomba atómica de la economía
Por otra parte y contra todos los pronósticos, Maduro ha logrado (por
ahora) sobrellevar la pesada herencia económica recibida y maniobrar
hasta llegar a un punto en el cual ya no es el albacea del régimen
chavista, sino su propietario. Ahora el proyecto está a la disposición
de sus ambiciones personales.
La mayoría de los recién elegidos gobernadores de estado son de su corriente y por medio de la excanciller Delcy Rodríguez maneja la Asamblea Nacional Constituyente (ANC) con mano de hierro, aplastando inmediatamente cualquier asomo de crítica interna.
En el camino, el chofer de autobús, el cocuteño, el ilegal, el tonto,
como se le descalificado, ha sacado de la disputa por el poder a todos
sus rivales, abiertos y ocultos, a los de la oposición y a los que están
dentro del régimen, que no eran pocos.
El peor error en política es subestimar al adversario y eso se ha
hecho con Nicolás Maduro. Ha demostrado la ausencia de escrúpulos e
insensibilidad de todo déspota.
Según estimaciones privadas el Producto Interno Bruto (PIB)
venezolano se ha contraído en un tercio en los últimos cuatro años. El
draconiano recorte de importaciones que la Administración de Maduro ha
impuesto para no interrumpir el servicio de la deuda pública sólo tiene
precedentes en la Rumania de Nicolai Ceausescu en los 80. Ni los alimentos más esenciales ni las medicinas se han salvado.
Así, todavía le queda la tarea pendiente de estabilizar la economía.
Mientras no consiga eso su situación no se consolidará. Hasta ahora no
ha demostrado el liderazgo y la claridad necesarios en el tema.
Por supuesto hay una duda en todo esto: ¿Hasta dónde la consolidación
de Maduro en el poder se debe a sus propios méritos y hasta dónde a las
fallas de sus adversarios?
A estas alturas debe quedar meridianamente claro que Maduro tiene un proyecto de poder personal. Ha enterrado al chavismo.
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