ERRANTES
Leonardo Padrón
Estamos en todas
partes. Diseminados por el mundo. Como una mancha de aceite que se
expande sin remedio. Cada escupitajo del régimen a la Constitución y
cada fracaso del liderazgo opositor traen una consecuencia inmediata:
depresión y estampida. Más gente huyendo del país. Y huir es el verbo
adecuado. Porque la dictadura ha ido acerando sus colmillos y con ello
el trágico deterioro de la vida en Venezuela. Son tantas la nubes de
emigrantes que nos hemos vuelto un tema incómodo en otros países. En
ciertos aeropuertos nos maltratan, nos devuelven, nos deportan. Pero aún
así, se está yendo gente que ni siquiera tiene las condiciones mínimas
para hacerlo. A contravía. Sin ahorros, sin empleo seguro, sin hogar
preciso. Huyen a ciegas.
En la Avenida Fuerzas Armadas, en pleno
centro de Caracas, se encuentra el terminal de autobuses “Rutas de
América”. De allí salen unidades repletas de venezolanos que eligen
destinos, muchas veces, al azar. Gente que decide irse a Cúcuta, Bogotá,
Lima, Guayaquil, Quito, La Paz o Santiago de Chile. Ya ahí, en las
Fuerzas Armadas, se ven más escenas de despedidas que en el propio
aeropuerto internacional de Maiquetía. Ese terminal de autobuses no
posee la famosa Cromointerferencia de Cruz Diez que ha servido de fondo a
tantas fotos del adiós definitivo. Recuerdo el día que un empleado del
aeropuerto, acostumbrado a ver tantas familias despidiéndose en la
entrada a inmigración, me aseguró que ese era el sitio del país donde se
derramaban más lágrimas por metro cuadrado. Me impresionó la imagen.
Ahora esa imagen se replica en los distintos terminales de autobuses del
país. Ya todas las clases sociales del país piensan en cómo huir del
hambre, la hiperinflación, la inseguridad y el autoritarismo.
Paul,
un amigo, joven y talentoso actor de teatro, me acaba de contar su
periplo para llegar a Chile. Su primer obstáculo fue entender que no
tenía el dinero para costear el pasaje en avión. De paso, ya no hay
aerolíneas que viajen directo hacia la patria de Neruda. Las aerolíneas
también han huido, lo sabemos. Paul necesitaba al menos $600 para pagar
un boleto con escala en otro país. El dilema era obvio: ¿cuánto tiempo
se requiere para ahorrar esa cifra si te pagan en bolívares pulverizados
y el dólar es un cohete sin freno? Paul, entonces, supo que su única
opción era irse por tierra. En su autobús iban 120 personas. 120
personas que no soportan otro día más bajo la pesadilla del régimen de
Nicolás Maduro. 120 personas que le temen más al ominoso presente que al
futuro incierto. 120 personas que decidieron abandonar su país para ir
en busca de un poco de dignidad para sus vidas. Algunos tuvieron que
vender sus carros o gastar sus liquidaciones y ahorros para poder
comprar el pasaje. Padres que dejaron atrás a los hijos con sus abuelos
mientras intentan conseguir un trabajo que les permita llevárselos luego
con un asidero seguro. Uno de ellos había dejado atrás a su esposa y
sus dos hijas. Todo muy atizado de dolor. Muy cuesta arriba. Era un
autobús con 120 personas arrasadas por la tristeza y la incertidumbre,
huyendo -quién sabe si para siempre- de su propia casa.
Al inicio
del viaje, la agencia les aconsejó a los pasajeros guardar bien su
dinero y pasaporte. “En la frontera hacia Colombia los guardias suelen
quitarle la comida a la gente”, les advirtieron. Y así ocurrió. A uno
de los pasajeros se lo llevaron aparte, lo desnudaron y le robaron $130.
Lo único que tenía. Ese último episodio en suelo nacional ocurrió
quizás para que ese pasajero recordara una de las razones por las que
partía. Luego vino el periplo desde Cúcuta hasta la frontera con Ecuador
que duró día y medio. “En la ruta vas acompañado por el miedo de que te
devuelvan al llegar a la frontera”, me cuenta Paul. Ha ocurrido ya
varias veces. Cada línea fronteriza es un albur. Luego de cruzar a
Ecuador, cambias de autobús. Y debes emplear 17 horas para atravesar el
país. Al llegar a la frontera con Perú se bajaron 26 personas. Ya 30 se
habían quedado en Bogotá y 19 en Quito. El resto iba para Chile y
Argentina. Cruzar todo Perú, por su parte, implicaba tres días de
travesía. En Tacma, el último pueblo peruano antes de cruzar la frontera
con Chile, Paul volteó hacia atrás. Ya Venezuela era una postal
borrosa.
Luego de tantos días de viaje a una de las pasajeras no
la dejaron entrar a Chile porque su mascota no traía la vacuna que
exigían. Ella se quedó con su perro, del otro lado de la frontera,
bañada en llanto. Paul se dispuso para unas nuevas 24 horas de camino
sin mayor chance de pararse, estirar los pies, comer completo o ir al
baño cuando sus esfínteres lo requirieran.
Un viaje de esa
naturaleza tiene ingredientes complicados. Las horas de llegada a las
fronteras en plena madrugada. Los pueblos donde solo te aceptan la
moneda local. Los choferes que no conceden más de una parada en un día
entero de camino. Pernoctar en un albergue e intentar conciliar el sueño
en una habitación con seis desconocidos. Las horas muertas entre la
llegada de un autobús y la salida del próximo. Muchos pasajeros se van
quedando en el camino sin comida ni dinero. Mientras tanto, van forjando
lazos de amistad, intercambian teléfonos. Los que viajan solos se
plantean la posibilidad de alquilar un lugar juntos en el nuevo destino.
Así como se han ayudado en el autobús, entienden que tienen que seguir
apoyándose. Es un viaje sin ilusiones. Es una huida. No lo olvidemos.
Paul
tardó 8 días y necesitó 9 autobuses para llegar a Santiago de Chile.
Durante tantas y tantas horas sentado, viendo por la ventana del autobús
cómo el paisaje de Latinoamérica entera se le escurría a exceso de
velocidad, se preguntaba hacia dónde iba su vida. Había dejado atrás a
sus padres, al teatro que tanto amaba y a su ciudad. Casi todos sus
amigos habían emigrado ya. Faltaba él. Ahora le toca aprender lo que
significa la trajinada frase: empezar desde cero. “No le temo a ningún
empleo en este momento. Solo sé que no quiero volver”, sentencia, con un
rictus amargo.
Así como Paul, con sus 24 años, cientos de
personas abandonan Venezuela diariamente. Van hacia la incertidumbre. Se
sienten expulsados por una revolución que, en nombre de los humildes,
arruinó el proyecto de vida de toda una generación de jóvenes, destrozó
la carrera, obra y legado de generaciones precedentes, ha hecho más
miserable la vida de los oprimidos y arrojó a la basura el esplendor de
una tierra de gracia llamada Venezuela.
Detener la tragedia en
proceso es imperativo. Quiero seguir pensando que estamos a tiempo. Que
es una responsabilidad histórica. Que nuestra última opción no puede ser
convertirnos en fugitivos errantes de nuestro sueño original.
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