domingo, 19 de noviembre de 2017

Papá: ¿para qué sirve un diputado?

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               CARLOS RAUL HERNANDEZ

EL UNIVERSAL

Mientras con fastidio apoya un pie en la pared para mecer la hamaca, masculla: “¿quién autorizó a Borges y Florido para ir a República Dominicana –o a Kamchatka– a negociar con el gobierno? No estoy de acuerdo y a éste que está aquí no lo representan esos tipos”. Es una versión light del mismo sentimiento que impulsó a un uniformado a atropellar y golpear al presidente de la Asamblea Nacional este año, ya que para su lógica, ser diputado no es nada. Como dijo nuestro Francisco Suniaga, sabemos muy bien a quiénes representan los mencionados, no así a quiénes representan los espontáneos que se tiran al ruedo. Ocho millones de votos son bastantes sobre todo si la interpelación viene de quienes no tienen uno ni en su casa, o se fueron del país en los días que Eva perdió la virginidad. La pregunta posiblemente es de buena fe, tal vez porque se meten en política  o a “analizarla”, sin conocer los principios elementales.
Algunos grupos opositores, autodeclarados democráticos, favorecen de nuevo al gobierno, esta vez al desconocer la AN. Se cumple la tradición: los revolucionarios intentan conquistar mayoría en el Parlamento, y si no pueden lo disuelven, como Lenin y Hitler, entre otros. Pero escandaloso es que la oposición los ayude en ese plan, como hacen aquí el calle-calle-ismo y los abstencionetas, que durante 18 años han atornillado al gobierno. En 2005 “la gerencia” opositora hizo que los venados se retiraran de la elección, y a partir de ahí a cada desmadre callejero, el totalitarismo aprieta tuercas y avanza. Y como en 2015 eso no ocurrió, y no es tan fácil meterle los tanques al Capitolio, hacen causa común con los calle-calle y abstencionetas para anular la AN. En las redes salta como un ratón la pregunta retórica: ¿a quién representan los parlamentarios?
 
A mí no me representas
Benjamin Constant se dedicó a responderla: la esencia y la apariencia –el ser y el ente–  de la libertad en la sociedad actual es la representación, lo que él llama “la libertad de los modernos”, que crea  el dominio de lo privado separado de lo público, los derechos individuales que el Estado tiene prohibido invadir. Si me interesa la política me afilio a un grupo o partido y si aceptan los demás ciudadanos, me hago elegir. Si no tengo vocación hacia lo público, me dedico a mis asuntos y puedo, si quiero, votar por otro que crea afín a mi pensamiento o que me caiga suficientemente bien para representarme. Si deja de gustarme lo que hace o dice, en el plazo constitucional votaré por otro. El autor dedica el capítulo final de la obra a analizar la incompetencia de los parlamentos y las deficiencias de los congresistas, para atajar a los boca-floja que cuestionan la institución por la eventual calidad intelectual de los miembros. 
Que haya representantes, mecanismos representativos, poderes ejecutivos y legislativos electos por votación popular, es la única garantía de libertad para poder dedicarme a hacer lo mío dentro de la ley sin preocuparme por tiranos. Bajo la influencia de Rousseau, en el desmadre delirante de la Revolución Francesa, la fracción de Marsella en la Asamblea planteó debatir si los diputados eran representantes con autonomía de juicio o mandatarios zurcidos al mandato o la voluntad de los electores, como pensaban los radicales. Pero se impuso la idea exactamente contraria: establecido el contrato, el representante es libre para actuar conforme a su juicio y más bien sus acciones se imputan al representado (Borges y Florido no necesitan permiso de la hamaca). Hasta que los derroten en las urnas.
 
¡Abajo la Asamblea Nacional!
Los grupos revolucionarios se levantan con planteamientos hiperdemocráticos y antirrepresentativos, democracia directa, popular, económica, protagónica, consejista, comunal, para que luego de una variable y breve etapa de democracia antiliberal, luna de miel entre el caudillo y las masas –como se vivió con Chávez o Perón–   conducirnos a la dictadura policíaca. Se dirigen a anular o eliminar los parlamentos y los partidos políticos a favor de corporaciones revolucionarias, y la representación se convierte en delegación de la voluntad autoritaria del partido revolucionario. Se desanda el camino, en retroceso a la premodernidad y en vez de representantes se tienen mandatarios. Y a un electo cualquiera, Rodríguez, Martínez o López, le ordenan renunciar a su cargo “supraconstitucional” si dice algo que no comparte el partido mandante. “La dictadura del proletariado se hace dictadura sobre el proletariado” dice Isaac Deutscher. 
Él explica que “se pasa de la dictadura del proletariado a la del partido, de la del partido a la del Comité Central y de la del Comité Central a la de Stalin”. En 2015, el movimiento democrático logró ese triunfo que el gobierno y el populacho radical se empeñan en deshacer, tanto como en desacreditar a la Asamblea Nacional, que  por ejercer la representación del país, le corresponde cumplir el mandato de la comunidad civilizada de buscar una salida pacífica. Claro que para los mineros informales de la política, garimpeiros, cazadores de güire que quieren ser libertadores llamados por la nunca suficientemente alabada intervención militar democrática, la AN es un fastidio, tanto como los gobernadores electos, los alcaldes que podamos obtener y los partidos políticos. Eso encaja en el plan de un candidato matapartido para destruir todo, igual que hace 25 años.
@CarlosRaulHer

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