sábado, 18 de noviembre de 2017

Sergio Ramírez, espejo de América

JUAN CRUZ

EL PAIS 

 

Para Sergio, que cita a su paisano Rubén Darío, Cervantes es “la vida y la naturaleza”. La vida convirtió a Ramírez, el último Cervantes, en un revolucionario y la naturaleza lo devolvió a su verdadero ser: la escritura. Autor de libros de ficción y de memorias, alcanzó ayer el premio mayor de las letras por su trabajo comprometido con un oficio que comparte con sus hermanos mayores del boom, Gabriel García Márquez, Carlos Fuentes y Mario Vargas Llosa. Ramírez dijo ayer a EL PAÍS desde Managua que su pasión ha sido convertir su testimonio de escritor en un abrazo a América Latina y al idioma español.
Hace más de 20 años, Sergio Ramírez (Masatepe, 1942), con su cuerpo grande, sus ojos caídos, moviéndose como si tuviera urgencia por no moverse, entró a su editorial en Madrid con un propósito: dar por terminada la imagen que se le pegó desde que se comprometió con la revolución sandinista. Tras el triunfo de esa revuelta decisiva, y popular, contra el dictador Anastasio Somoza, fue vicepresidente del país que había desatado en los años ochenta la adhesión de revolucionarios e intelectuales de todo el mundo y luego se desencantó de las protuberancias indeseadas del movimiento que pasó a liderar en solitario Daniel Ortega. Hasta hoy.
Luego, Ramírez quiso ser de nuevo parte del proceso político de Nicaragua, fracasó en su empeño y ya a principios de los noventa decidió que para él no habría más política, tan solo literatura. Y deseaba reingresar en el territorio que más quería: el cuento, la narración, la lectura. Expresó su idea de volver al oficio de contar con una novela. Le convencieron para despedirse verdaderamente de aquella época de ilusiones y de sinsabores con un libro en el que explicara por qué se había despeñado aquel proceso hasta convertirse en una sombra de melancolía. Y entonces lo hizo: se despidió con Adiós muchachos, una obra que parece ahora un tratado de cómo la gente debe irse de los sitios, como recomendaba su maestro Albert Camus, sin resentimiento, tan solo contando qué ocurrió, guardando en el sobre de la literatura los dolores que le quedaron en el alma, sin derramar ni gota de rencor.
Luego tomó impulso y su tránsito literario ha tenido, hasta ahora mismo, a Nicaragua como telón de fondo y como asunto principal. Para la ficción y el periodismo, que ejerce, entre otros lugares, en EL PAÍS. “Mi literatura es una crónica general de mi país, y en general de América Latina”, decía ayer. Con respecto a Nicaragua, quiere que sea “la expresión de un país como el nuestro, marginal, pero con una inmensa riqueza cultural”.
En el ámbito estrictamente literario, su reestreno hispanoamericano llegó con Castigo divino —“una novela de gran complejidad que abordé en cuanto pude comprarle horas al tiempo”— y con el primer premio Alfaguara, la editorial en la que ha publicado en los últimos 25 años. Lo compartió con el cubano Eliseo Alberto por decisión de un jurado que presidió Carlos Fuentes. Esa novela fue Margarita, está linda la mar, un homenaje abierto y rabiosamente poético a una de sus mayores fuentes de interpretación: Rubén Darío. Desde entonces, no ha cesado de publicar, de viajar, de dar conferencias y talleres. Y ahora se puede decir que ayer, cuando se supo que el Cervantes era para él, se pudo escuchar, de México a Venezuela, de Nicaragua a Argentina y a España, el grito de “¡¡¡Sergio!!!” como una noticia recibida con igual alegría por su legión de amigos, incluso escritores.

Inspiraciones del ‘boom’

De Carlos Fuentes tiene la laboriosidad: escribe cada día, en su casa de Managua de Masatepe, su cuna, o donde vaya, siempre con Tulita, su primer amor de siempre. Y lo hace diluvie, como ayer en su tierra, o truene. De García Márquez tomó el ritmo de la ficción, como si la música fuera parte de las palabras. Y de Vargas Llosa, que recientemente se convirtió en este diario en crítico entusiasta de Adiós muchachos, recogió el rigor de la construcción novelesca.
En No me vayan a haber dejado solo, uno de sus cuentos, quizá el más hermoso de todos, narra su viaje imaginario a la casa familiar de Masatepe, en la que ya no hay nadie, pero él la va recorriendo, con la escritura de su memoria: cada uno de los personajes, los padres, los numerosos hermanos, las habitaciones, la soledad hasta conseguir un conmovedor relato que, en cierto modo, es su autobiografía de niño que nunca quiso quedarse solo. “Uno siempre regresa a la infancia”, dijo ayer el Cervantes. Ahora esa casa de Masatepe vive en el cuento de Sergio Ramírez Mercado, un niño grande que ha ganado el Cervantes.

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