jueves, 9 de noviembre de 2017

Hilo de libros

ELIAS PINO ITURRIETA

PRODAVINCI
 
Viajamos hoy a los tiempos de la Guerra Federal, en la búsqueda de vicisitudes relacionadas con el mundo de las páginas manchadas de tinta. Aquello fue un desastre, según se ha dicho, una faena de destrucción que no se experimentaba desde la época de la Independencia. ¿Fue así, de veras? Es lo que determinan las versiones canónicas y las investigaciones más reconocidas, pero conviene detenerse en matices de los cuales se sacan provechosas enseñanzas.
Mientras se sucedían las batallas y los atropellos, una parte de la sociedad se refugió en un mundo que habían atesorado sus antepasados, en el universo de los impresos que circulaban desde la fundación de la república, para dejar el testimonio de una sensibilidad susceptible de librarlos, o de alejarlos, del teatro de depredación que los rodeaba. Gracias a las promociones de cuño liberal que se habían establecido a partir de 1830, había tomado cuerpo la rutina de las tertulias a través de las cuales se murmuraba de la vida ajena, pero también sobre temas relacionados con la vida que discurría en el extranjero y con las pruebas que llegaban desde allá para demostrar los avances de una civilización desafiante que databa del siglo XVIII. Se experimentó así una especie de revolución, reñida con los hábitos de los antepasados y temida por las fuerzas apegadas a la tradición, que haría de nuestros antepasados unos individuos distintos.
Los portones de las casas de familia se abrieron, para que el hermetismo impuesto por la urbanidad de raíz hispánica languideciera. El roce social se multiplicó, para que las contadas relaciones que habían importado socialmente, apenas protagonizadas por los blancos criollos, se hicieran masivas y, por lo tanto, amenazadoras. Fermín Toro se preocupaba por la mutación, capaz de conducir a los flamantes ciudadanos por senderos aventurados. Francisco Aranda sugería la vigilancia del nuevo tratamiento que se hacía corriente en ciudades como Caracas, Valencia y Maracaibo, porque podía conducir a la pérdida del honor de las figuras principales de la sociedad, es decir, de un valor en el cual se había asentado la vida durante trescientos años. Algo nuevo pasa frente a nuestros ojos y hay que protegerlo frente a los eclesiásticos y frente a los militares, afirmaba, más auspicioso, Francisco Javier Yanes. Se abrieron lugares públicos para las tertulias, episodio inédito que permitió la circulación de un objeto que nunca había pasado de mano en mano: el libro.
Como se sabe, en 1812 Juan Germán Roscio había animado la creación de una biblioteca pública, en cuyos estantes se colocaran libros en todos los idiomas para la educación de los súbditos que se convertían en flamantes ciudadanos. Juzgaba que la divulgación de los productos de la imprenta era imprescindible para la república en ciernes, pero la guerra impidió la creación del instituto. Solo después de Carabobo, y en especial gracias al regreso de jóvenes exiliados y a la publicidad llevada a cabo por la Sociedad Económica de Amigos del País que apoyaba Páez, quien de soldado sin letras se había transformado en propietario de haciendas y en asiduo de ágapes refinados, se hizo accesible la posibilidad de adquirir bibliografías. Una limitada importación de libros y folletos comenzó a penetrar la sensibilidad de capas cada vez más numerosas de la sociedad para que se estableciera un entendimiento de la vida que, si no fue masivo de veras, inició una trasformación de importancia. La pobreza del erario no permitía iniciativas de interés en el ramo, pero el gusto de los particulares movió el bolsillo hacia los mostradores de un personaje que tampoco existió en el pasado reciente: el librero.
Hablamos de una actividad incipiente. El país que sale de la Independencia e inicia una cadena de guerras civiles debe atender necesidades perentorias, como la manutención de las poblaciones, la aproximación a los problemas de la salud y la comunicación entre las regiones, por ejemplo. Vivimos un prólogo lleno de carencias, afirmó Antonio Leocadio Guzmán en 1831: no dominamos el territorio, no tenemos escuelas de primeras letras, no tenemos hospitales, ni siquiera manejamos recursos para fabricar cárceles. Pero en medio de los escollos comenzó el comercio de libros y, desde luego, el hábito de la lectura. Si se considera cómo sucede un estreno, un hecho desconocido, una posibilidad inexistente durante el período colonial, cercado por los censores religiosos y civiles, o limitado después por las batallas contra la monarquía española, se está anunciando una metamorfosis de gran calado.
¿Hay ya en Venezuela una tradición de lecturas, una familiaridad con los libros? Sería aventurado afirmarlo. Las actividades relacionadas con asuntos culturales no han contado con el favor oficial, ni forman parte de un hábito masivo. Pero, a la vez, la situación obliga al florecimiento de una reflexión sobre el rumbo de la sociedad, a través de la cual se hacen célebres, por primera vez desde la antigüedad colonial, autores nacionales a cuya opinión se acude y cuyas producciones son leídas por un público cada vez más interesado en las vicisitudes que deben enfrentar. De tales conminaciones nace una primera familiaridad con la actividades intelectuales y con los objetos en los que se presenta –folletos, sueltos, semanarios, pliegos esporádicos…– que puede explicar el hecho de que, en medio de la Guerra Federal, no sean pocos los venezolanos que buscan escudo en las páginas de los libros y en la reflexión sobre temas literarios.
No estamos frente a un elenco anodino de pensadores, sino ante una generación de autores que conmoverán la conciencia nacional y, por lo tanto, fundarán el mundillo de imprentas y lectores en el cual se bordará el hilo de una madeja contra cuya influencia sufrirán derrotas los caudillos y los agitadores del federalismo. Repasemos la lista de los principales: Cecilio Acosta, Rafael María Baralt, Domingo Briceño, Agustín Codazzi, Valentín Espinal, Juan Vicente González, Antonio Leocadio Guzmán, Tomás Lander, Felipe Larrazábal, José Luis Ramos, José María de Rojas, Pedro José de Rojas, Fermín Toro, José María Vargas y Francisco Javier Yanes. Jamás se había visto una constelación de plumas y cerebros susceptible de ofrecer un entendimiento solvente de la realidad y, por lo tanto, de meter a la gente común, en especial a los alfabetizados, claro está, en el terreno de las lecturas y en el domicilio de los libreros apenas conocido antes.
Se vivía entonces en poblaciones pequeñas, en ambientes reducidos a un poco número de individuos que frecuentaban los mismos lugares, que se apegaban a los dictados de un gusto semejante, a los criterios sugeridos desde la cúpula, a las murmuraciones repetidas en el seno selecto de las tertulias de estreno, a unos pocos espectáculos y a la lectura de los contados impresos que circulaban. Unas costumbres así de confinadas no influían en las mayorías de la población, que era pobre, campestre y analfabeta, pero podían fundar una relación capaz de mantenerse en el tiempo y, en las horas oportunas del futuro, ser un fenómeno constante y extendido. Cuando buscamos el origen de los lectores y las lecturas en Venezuela, debemos detenernos en estas vicisitudes que apenas se han advertido y estimado por las generaciones posteriores.
¿Qué sucede, entonces, durante la Guerra Federal, en ese entorno caracterizado por el derramamiento de sangre? Pues lo que se espera que pase en las guerras: los venezolanos se matan entre sí, o escapan para que no los maten. Pero en los periódicos de las capitales de provincia continúa la oferta de libros, que no deja de renovarse cada dos o tres meses. Aunque sin la presencia de las décadas anteriores, los autores siguen en el empeño de reflexionar sobre lo circundante. Con menos tinta y con dificultades para la adquisición de papel, las imprentas no detienen el trabajo. Pese a las amenazas de los triunfadores de turno en cada localidad, la faena de opinar se abre paso. Las mujeres, que antes no frecuentaban la imprenta, comienzan a ganar espacios inconcebibles en el pasado, hasta el punto de publicar poesías con su firma y recibir aplausos por sus versos.
Seguramente nadie recuerde ahora sus nombres en un contorno poblado por poetas notables –Julia Pérez de Montes de Oca, María del Rosario Coronado, Rosalía Briceño, Pilar Ayala y Rosalía González, entre otras pocas–, pero también tejieron el hilo de la madeja. Se da el caso, descrito por el colega Emad Aboaasi, de un grupo de ellas que forma un salón de lectura en 1859 y reclama a un editor las burlas que divulga sobre su frivolidad y sobre su falta de preparación. Las damas acusan de fatuo al editor y están dispuestas a revelar su identidad de participantes en una aguerrida asociación literaria, si los contrincantes del género masculino se atreven a debatir con ellas.
La escaramuza, que por desdicha no pasó a mayores, nos pone frente a la evidencia de la actividad relacionada con los bienes de la cultura que no cesa en medio de la guerra, y que se debe juzgar, junto con los anteriores testimonios, como un capítulo sin el cual no llegamos después a metas dignas de consideración en el área que ahora se comenta. Quizá el caudillo triunfador de los federales, célebre por su coraje físico, las hubiera secundado. Juan Crisóstomo Falcón se hizo famoso por su valentía en el campo de batalla, pero fue un lector cultivado y un empedernido buscador de libros, es decir, otro fundamento del puente que permitió, en esas horas aciagas, que no se interrumpiera un suceso destinado a cambiar la vida de los venezolanos.
El proyecto liberal que se establece después de la desmembración de Colombia permanece, por consiguiente. La idea de una sociedad acoplada a las conminaciones del siglo laico y progresista no va a tener una ruptura de cinco años, sino, por el contrario, una búsqueda relativamente desconocida que permite su continuidad después de los desastres de la guerra. Los exponentes del pensamiento fundacional son reemplazados por ciudadanos modestos que prosiguen su actividad en los domicilios privados, a través de la rutina de los círculos literarios, de la publicación de opiniones en los periódicos y de la adquisición de material bibliográfico.
De otra manera no se explica a cabalidad el Decreto de Garantías dictado por Falcón en 1863, mediante el cual jura la protección de las libertades públicas, el derecho de reunión, la inviolabilidad del hogar doméstico, la autonomía del pensamiento, el secreto de la correspondencia privada y el tránsito expedito por el territorio nacional. La iniciativa fue producto de su sensibilidad, desde luego, pero también de las evidencias de armonía y de la familiaridad de los tratos con el acervo liberal, con las pulsiones de la cultura recién estrenada, que sobreviven ante un huracán desolador.
Pero, así como tuvimos entonces al “Valiente Ciudadano Gran Mariscal”, otro de los alzados en la contienda que concluye en victoria proclamó la muerte de los que supieran leer y escribir. Como se trata de un personaje aludido y celebrado con frecuencia por el régimen “bolivariano puede uno permitirse la arbitrariedad de una analogía entre las urgencias de la segunda mitad del siglo XIX y las que se padecen hoy en la república formada por libros, libreros y lectores. Así quise que se entendiera desde el principio, pese a los equilibrios y al respeto de las temporalidades que demanda el oficio de historiador. ¿Por qué no intentar, pese a los riesgos que implica, una comparación entre los empeños civilizatorios de la época federal y los que llevamos a cabo en nuestros días contra la barbarie?
Aquellos mantuvieron viva una llama que apenas se comenzaba a encender, y nosotros luchamos por mantenerla. Ellos, en medio de esfuerzos gigantescos, tejieron un hilo de libros que ahora reforzamos y cuidamos frente a la adversidad.

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