MIBELIS ACEVEDO
Casi dos décadas de empeño del poder por normalizar las anomalías, han hecho que el “destrudo”
-esa energía del impulso destructivo que según Edoardo Weiss se opone a
la libido, al impulso creador- se esparza como hiedra venenosa, que
intente ocupar a juro todos los espacios de nuestra existencia, aún
aquellos cuyas anatomías resisten mejor la odiosa embestida. Ha sido,
sigue siendo también una lidia fragosa contra la pulsión de muerte,
contra esa tendencia a abandonar la lucha de la vida y retornar a un
estado inanimado: Eros contra Thanatos, puja
inevitable, en verdad, pues paradójicamente y desde el punto de vista
psicoanalítico se trata además de la tensión entre extremos por lograr
el equilibrio. El instinto de muerte vendría así a balancear la
propensión de los organismos a hacer lo que atiende a la exclusiva
satisfacción de sus apetitos, aquello que les da placer.
Podría pensarse entonces que la
aceptación de ambos principios en política serviría para ajustar la
brújula que apunta hacia la consecución del objeto de nuestros deseos,
lo que le daría carne y finitud a la idea, visión del terreno
imperfecto, lo que confrontaría el embelesado apego con las aristas
oscuras de la realidad. Una síntesis que se concretaría en un resultado
ajeno al callejón del narcisismo y las “buenas intenciones” sin mayor
esqueleto estratégico. No procurar ese equilibrio entre una y otra
pulsión, por el contrario, amén de negar la naturaleza dual de lo humano
(¿y qué actividad más humana que la política?) podría condenarnos al
infructuoso desbordamiento: y elegir no la pasión que aviva, sino la
pasión que mata.
Pero parece obvio que es el Thanatos
lo que hoy va haciendo casa en los traumados espíritus de buena parte
de los venezolanos. Frente a la idealización romántica del contexto y el
ciego voluntarismo, por un lado, los sentimientos de autodestrucción y
derrotismo se ciernen como mala sombra, para gozo de los del régimen.
Cuesta transitar en medio del bosque de ofensas, la fragmentación
opositora, el ataque entre viejos aliados, las amenazas a quienes optan
por organizarse electoralmente, la resentida demanda del mea-culpa,
la imposibilidad de perdonar, al mismo tiempo; la injuria vengativa que
pisotea reputaciones, la recriminación mutua, la parálisis de los
políticos de oficio, el desolador canje de la oferta de “acertar juntos”
por la aridez del “equivocarse juntos”. Es como si el fracaso hubiese
plantado su bandera de antemano y la perspectiva se hubiese reducido a
esperar dignamente que baje la hoja filuda de la guillotina; como si lo
que está por pasar se escapase de nuestras manos, del influjo de la
acción colectiva y concertada, y hubiese que endosar toda solución a
terceros. Dios, incluido.
Los errores recientes (muchos, de paso,
rejuvenecidos y rebautizados a conveniencia de sus autores, y
desempolvados terca y crónicamente desde 2005) han hecho lo suyo, sin
duda. La desconfianza pica con rabia los corazones y compromete los
afanes de la razón ciudadana. Más allá de la duda respecto al obsceno
ventajismo oficialista, el “¿para qué participar si igual mi voto no servirá de nada, si nadie lo defenderá?”
(lo cual equivale a decir “para qué apostar a un inicio, si la muerte
es inevitable”) igual habla de la decepción por la falta de respuestas
de los partidos, del ancla que la crisis del liderazgo ha colgado a la
motivación, al impulso de vida. Junto al abatimiento y la rendición sin
antes haber intentado algún plan de defensa organizada, el virus del
fatalismo -como negación de la responsabilidad humana frente a la
tiranía del fatum– y la idea de la “invencibilidad” del adversario, aparecen para justificar la retirada. Es el naufragio de la política y el hacer juntos vs el triunfo del pathos, la blanda aceptación de la emoción sufriente. “El culpable no soy yo, sino Zeus y el destino que determinan que actúe así”: de pronto nos convertimos en trágicos personajes homéricos que esperan migajas de los dioses.
En el palco, claro, están quienes no
pueden menos que aplaudir mientras la tragedia transcurre: tratándose
del adversario, cada brío cobrado por el pesimismo es ganancia para los
autócratas, los eternos diletantes del destrudo. La
desmovilización política como corolario de esa postración es una de sus
primeras metas, y a ella se han volcado tan eficazmente que ahora la
sola palabra basta para anular la potencia del presente, la proyección reflexiva de nuestra voluntad sobre el futuro. “Nunca entregaremos el poder”: y es como si el oráculo hubiese hablado a través de la Sibila para desarmar cualquier conatus.
¿Qué le espera a una sociedad dividida,
atomizada, atajada por sus fantasmas, incapaz de mirar más allá de sus
prejuicios, roturas y dolores, incapaz por tanto de ponerse de acuerdo
para sacar provecho a sus fortalezas, a su hambre de ser? La previsión
puede ser demoledora: pero advertirla quizás nos obligue a juntarnos
antes de que Thanatos nos robe todo aliento, antes de que su embrujo nos gane la partida.
Mibelis Acevedo Donís – @Mibelis
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