DEMETRIO BOERSNER
No solo Venezuela, sino el mundo entero, atraviesan momentos de crisis e incertidumbre. La relativa estabilidad que nos brindaba el equilibrio bipolar de la Guerra Fría se rompió cuando colapsó uno de los dos polos, abriendo el camino a la “paz peligrosa” pronosticada en 1986, con visión casi profética, por el historiador suizo Jacques Freymond: una era posbipolar de descomposición social y moral, crisis económicas, privacidad violada, inseguridad nuclear, deterioro climático, delincuencia y terrorismo desbocados.
Durante casi una década (1990-2000) un poder unipolar ilimitado –suerte de “imperio universal”– quedó en manos del directorio de potencias occidentales victoriosas, presididas por Estados Unidos. El llamado Consenso de Washington procuró crear un orden mundial estable basado en la globalización neoliberal y democrático-representativa. Esta propuesta provocó grandes esperanzas pero adoleció de fallas serias.
El modelo de la globalización neoliberal ignoró la realidad de las asimetrías existentes entre el Norte desarrollado y el Sur en vías de desarrollo, así como entre sectores sociales privilegiados y excluidos. La aplicación de ese modelo, aunque elevó la prosperidad global en términos macroeconómicos, decepcionó al profundizar más bien que reducir las desigualdades entre ricos y pobres. En segundo lugar, los globalizadores neoliberales –materialistas crudos, no dialécticos– no entendieron que existen valores de honda raíz histórica, derivados de impulsos culturales e “imaginarios colectivos” que poco tienen que ver con intereses económicos inmediatos.
Asimismo, el Occidente ignoró la lección histórica de que los vencedores en una guerra deben escoger, frente el vencido, entre una de dos alternativas: el aniquilamiento total o una paz generosa. Esto lo entendió Metternich cuando, después de la derrota de Napoleón en 1815, convenció al Concierto Europeo de adoptar la política de “borrón y cuenta nueva” hacia Francia, respetar su integridad y tratarla como igual luego de que restaurara el orden interno borbónico. Prácticamente los aliados de 1945 aplicaron la misma fórmula generosa a la Alemania ex hitleriana, y les dio buen resultado. En cambio resultó desastrosa al final de la Primera Guerra Mundial la humillante Paz de Versalles que dejó a Alemania ni aniquilada ni reconciliada, sino resentida y con fuerza para urdir su venganza.
A partir de 1990 el Occidente no aplicó a Rusia (perdedora de la Guerra Fría) el tratamiento generoso que el Congreso de Viena otorgó a Francia posnapoleónica. Aunque no le impuso ningún “Versalles”, la hirió en sus expectativas y en su orgullo nacional. El Occidente hizo creer a Gorbachov y a Yeltsin que, después de desechar el comunismo, Rusia sería recibida con brazos abiertos en la comunidad de las naciones democráticas, pero en realidad el trato que se le dio fue diferente. La OTAN (alianza creada en 1949 con explícita intención antisoviética o antirrusa) fue mantenida como principal instrumento de la geoestrategia occidental y, sobre todo bajo la presidencia de Bill Clinton, esa estrategia se orientó a desmantelar sistemáticamente la influencia rusa en zonas donde esta había sido reconocida durante siglos. El método utilizado consistió en procurar que los países inmediatamente vecinos de Rusia, e importantes para su seguridad, se vinculen al Occidente por lazos económicos o, incluso, ingresen a la OTAN.
Esa estrategia, no de “contención” sino de reducción o “roll-back” de la presencia rusa en el escenario mundial, ha sido objetada por un estratega y estadista tan sagaz y tan conservador como lo es el profesor Henry Kissinger. En reiterados pronunciamientos y artículos, Kissinger ha defendido la idea (con la cual coincidía, y probablemente aún coincide, el presidente Obama) de que Rusia debe seguir siendo respetada como una de las grandes potencias y que no será posible –en la actual época posunipolar–, resolver los conflictos existentes y crear un deseable orden de equilibrio de fuerzas (“balanza de poder”), sin asignar a Rusia una importante voz en las negociaciones y decisiones pertinentes. Tanto Kissinger como Obama (cuando este no se ve demasiado presionado por los “halcones”) entienden que Rusia, refortalecida desde el año 2002 por el auge petrolero y por la firme conducción de Putin, debe ser tratada con deferencia, no solo por la grandeza de su pasado y por el hecho de poseer todavía su arsenal nuclear de la Guerra Fría, sino también –y sobre todo– para evitar que, en la futura “balanza de poder”, ella pudiese unirse a China en una colosal e invencible alianza “oriental”. Actualmente Rusia no contempla tal cosa –sus divergencias y rivalidades con China son importantes y múltiples– pero una imprudente intransigencia de Estados Unidos y la OTAN, con respecto a Ucrania como actual tema más candente, podría traer consecuencias indeseables y peligrosas.
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