viernes, 2 de diciembre de 2016

LA RESISTENCIA DESDE LA PALABRA

EDGARDO MONDOLFI G.

El pedigrí de Ramón J. Velásquez en tiempos de dictadura puede medirse por sus temporadas en la cárcel: tres en total. La primera, más bien breve, se dio al apenas irrumpir el régimen de facto en 1948. De hecho, su detención se produjo alrededor del 30 de noviembre, o sea, a seis días del pronunciamiento contra Gallegos. En esta oportunidad le tocaría compartir calabozo con su superior, Alejandro Oropeza, para quien Velásquez trabajaba en calidad de secretario en la Corporación Venezolana de Fomento. La última, sin duda la más cruel de las tres, habrá de iniciarse en cambio tras su aprensión, en agosto de 1956, en la sede de la reviste Élite, acusado estrambóticamente de ser coautor de un plan de magnicidio. Para esa fecha, junto al frenesí que caracterizara cada vez en mayor grado el mando unigénito de Marcos Pérez Jiménez, figuraba la necesidad de la propia Seguridad Nacional de exaltar su celosa actuación como instrumento indispensable para la solidez del régimen, tal como probablemente ocurra hoy en día con el Sebin.
Pero, entre una y otra estancia carcelaria, figura la que habría de sorprenderlo en pleno ejercicio del periodismo y en defensa de la palabra escrita. Hablamos de los tiempos del Triunvirato (1950-1952) durante los cuales se instala en el país una falsa sensación de tregua, alentada en buena medida por la idea de unos supuestos reacomodos y, sobre todo, de unas presuntas elecciones que, cuando se celebren, tendrán el auténtico signo del engaño y de la estafa. Aunque en el entretanto el régimen prodigase ilusiones en tal sentido, quienes se expresaban desde la prensa debían ir acostumbrándose con prisa a sortear la barrera que imponía la censura. Y la única forma propicia de hacerlo sería a través de un periodismo concebido sobre la base de metáforas, insinuaciones, mensajes encriptados y, en suma, de doble sentido. Esta se convertirá cada vez más en la única forma posible de hablar de política durante la antesala a la guerra a muerte que advendría a partir de 1953.
Periodista acostumbrado a respirar a sus anchas en tiempos más propicios para la libertad, Velásquez también tendrá que ir adiestrándose a su manera, durante esos años que corren a partir del asesinato de Carlos Delgado Chalbaud, dentro del mundo de las parábolas y, en suma, tallándose un lenguaje hecho de segundas intenciones que, al tiempo de burlar el cepo de la censura, fuese capaz de ser entendido por todos.
De esta forma se inicia la aventura del semanario Signo, editado en los talleres de la empresa Ávila Gráfica y en la cual participan también, asumiendo todos los riesgos inimaginables, el impresor José Agustín Catalá y el poeta Juan Liscano. Los reportajes serán pieza central de la revista y, aunque no calcen firma (otra forma de esquivar la saña censora), gran parte de ellos estarán a cargo de Velásquez. Como no podía hablarse de la Venezuela de aquel presente, el autor habría de ingeniárselas para hacerlo acerca de la Venezuela del pasado: y así, si Antonio Guzmán Blanco venía a cuento para dar a entender lo que significaban los delirios del poder, Gómez cumpliría idéntico propósito con respecto al modo en que suelen comportarse los dictadores. Como bien lo dijera Simón Alberto Consalvi al hablar de esos años de periodismo críptico: “Hablar de Gómez era, por consiguiente, hablar de todo lo prohibido en la década de los cincuenta”.
Pero no solo resucitar a Guzmán Blanco, o a Gómez, servirá a este propósito de aprovechar los escasos resquicios que brindara la lectura entre líneas: los reportajes versarán también sobre otros desmanes y delirios que, aunque contemporáneos, podían lucir relativamente ajenos, como la Argentina de Perón. O bien, para hablar del morbo de la corrupción y, en este caso, no aludir directamente a su propia realidad, hacerlo concentrándose en la que azotaba a Cuba en esos momentos, escenificado trágicamente por el suicidio de Eduardo Chibás ante los micrófonos de una emisora radial de La Habana mientras dirigía una alocución contra la gestión deshonesta de Carlos Prío Socarrás. Estos reportajes también forman parte a su modo de los papeles de la Resistencia, y así conviene tenerlo en cuenta a la hora de leerlos a la vuelta de los años.
Empero, la temeridad del taller que tenía a su cargo publicar Signo, e incluso la del propio Velásquez, irán más lejos al acometer la impresión de un libro de denuncias contra el régimen triunviral. Un libro que, como lo sintetiza Diego Arroyo Gil, revelase las maniobras delictivas en las alturas del poder. La iniciativa anida en la mente afiebrada de estos protoconspiradores y es así como, en la antevíspera de las amañadas elecciones de noviembre del 52, comienza a circular, compuesto a varias manos, y con el aliento que desde la clandestinidad les brindara Leonardo Ruiz Pineda, quien a poco sería abatido por la Seguridad Nacional en plena calle, el volumen titulado Venezuela bajo el signo del terror, mejor conocido como Libro Negro de la Dictadura. Para supuestamente lograr el despiste necesario, el colofón advierte que se trata de una obra editada en México. En tiempos simplemente adversos, esta aventura publicitaria, sin duda la más audaz emprendida contra el régimen, conducirá a la clausura definitiva de Ávila Gráfica, al exilio de Liscano y le costará la libertad, entre otros, al impresor Catalá y al periodista Velásquez. A partir de entonces, y antes de su tercera prisión en la Cárcel Nueva de Ciudad Bolívar, Ramón “Jota” habrá de dar a la Cárcel Modelo de Caracas donde experimentaría con mayor amplitud el vejamen y el atropello.
La palabra escrita infunde miedo a todo régimen de fuerza. De allí que el historiador Manuel Caballero tal vez fuese quien mejor definió lo que significara aquella aventura editorial y, también, la segunda prisión de Velásquez. A su juicio, tal cosa contradecía en esencia uno de los artículos de fe de Pérez Jiménez y de su policía política: aquel según el cual “papelito no tumba gobierno”.

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