ANDREA RIZZI
EL PAÍS
A pasos agigantados, la dicotomía izquierda/derecha pierde protagonismo en la política occidental frente a la creciente centralidad de la dicotomía sociedades abiertas/cerradas. El choque de visiones sobre la gestión de la globalización, de los flujos migratorios, el libre comercio, la pervivencia de derechos socioeconómicos establecidos en otras décadas ocupa el ágora y desdibuja categorías políticas pasadas, forjando imprevistas alianzas entre izquierda y derecha extrema –y entre moderados de ambos bandos-. La izquierda occidental, dividida y en busca de una nueva identidad, parece sufrir especialmente esta transición.
Hace justo 20 años, en Europa empezaba una poderosa crecida de unas izquierdas moderadas y reformistas. En 1996 conquistaba el poder en Italia Romano Prodi; en 1997, Tony Blair desembarcó en Downing Street y Lionel Jospin se convirtió en primer ministro de Francia (aunque bajo la presidencia de Chirac); en 1998, Gerhard Schröder se hizo con la cancillería alemana. Todo ello, mientras al otro lado del Atlántico gobernaba Bill Clinton, y otros importantes países europeos como Holanda, Suecia o Austria eran liderados por socialdemócratas. Veinte años después, las izquierdas occidentales se hallan en estado de desbandada.
Matteo Renzi acaba de dimitir en Italia; en Reino Unido Jeremy Corbyn entusiasma a la militancia pero el laborismo es menos influyente que nunca en décadas; en Francia es probable que la izquierda no logre pasar siquiera a la segunda vuelta de las presidenciales; en Alemania no se vislumbra ninguna opción de que pueda volver a ser líder; en España vive una dolorosísima transición lejos del poder, entre un PSOE en declive y la izquierda alternativa de Podemos. En Grecia, el Gobierno con Alexis Tsipras sufre un durísimo desgaste. En Estados Unidos, triunfó Trump. ¿Qué está pasando?
En primer lugar, el dilema sociedades abiertas o cerradas ha abierto una honda división en las izquierdas. El desacuerdo en su seno sobre cómo responder a las consecuencias de la globalización, a la desigualdad, a la erosión de los derechos laborales es grande. El arco ideológico que envuelve a Tsipras, Corbyn, Iglesias o Sanders observa con desconfianza el libre comercio y con espanto la flexibilización de los mercados laborales. El eje de los Valls, Renzi o Clinton siguen una órbita diferente. Son dos izquierdas separadas, irreconciliables y ambas con taras importantes: la primera no supera el escepticismo de los moderados; la segunda paga el fuerte desgaste de sus responsabilidades de gobierno (y, en su evolución, parece poco distinguible del centroderecha).
En segundo lugar, destaca la creciente competencia en la defensa de derechos socioeconómicos por parte de la propia ultraderecha. En esta materia, por ejemplo, Marine Le Pen se halla claramente más a la izquierda del candidato conservador ortodoxo François Fillon, probablemente más a la izquierda que el exministro del gobierno socialista Emmanuel Macron, y posiblemente también más a la izquierda de Manuel Valls. Es tan proteccionista como la izquierda más alternativa. Un cuadro que evidencia la creciente irrelevancia del eje izquierda/derecha.
En tercer lugar, se yergue la propia metamorfosis de las sociedades occidentales, que se disgregan y atomizan, eviscerando las bolsas de votos naturales de la socialdemocracia tradicional, desgarrado las instancias colectivistas que mantenían aglutinado su apoyo.
En cuarto lugar, la resaca de su propio éxito histórico: muchos de sus objetivos tradicionales (por ejemplo en materia de derechos civiles) no solo se lograron, si no que han sido aceptados por la derecha moderada, lo que aumenta una dañina indiferenciación.
Hay muchos otros factores. Entre ellos, quizá, una coyuntura infeliz en términos de carisma de los líderes del sector.
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