IBSEN MARTINEZ
Delirio de Hugo Chávez fue revivir en minuciosas puestas en escena las batallas de la Guerra de Independencia. La idea no era novedosa: basta escribir en el recuadrito de Google las palabras clave “Waterloo” y “reenactment” (reconstrucción, cuadro viviente), seguidas de “2015”, para que Youtube nos entregue el espectáculo de unos señores ya mayores que, a caballo, uniformados como coraceros napoleónicos, o vestidos como fusileros de infantería británica, portando vetustos mosquetones de chispa, juegan incruentamente a hacerse trizas para conmemorar la matachina que, 200 años atrás, dejó en el suelo de Bélgica un tendal de decenas de miles de cadáveres de verdad, un vasto secadero de caballos muertos.
Chávez resentía que a nadie se le hubiese ocurrido nunca antes inmortalizar, con regimientos enteros del Ejército venezolano haciendo de extras de una superproducción, la batalla que, según dicen los manuales de Historia con indefectible frase, “nos libró definitivamente del yugo español”. Así fue que de la noche a la mañana, como cuadra a todo buen autócrata, Chávez impartió órdenes de realizar una puesta en escena conmemorativa, al cumplirse 180 años de la batalla.
La imaginería que inspiraba a Chávez era la muralística de Británico Antonio Salas, alias Tito Salas, pintor clasicista y patriotero que favorecía el gran formato. Muchos manuales escolares de historia ilustran su portada con el óleo de Salas que muestra a Bolívar comandando una carga de caballería y destazando con su sable al enemigo en la batalla de Araure.
Los problemas con la batalla de Carabobo, producida por Chávez, comenzaron, justamente, con el insuficiente número de caballos. Se afirma que aquella fue de las pocas batallas de nuestro siglo XIX en las que los independentistas pudieron uniformarse como es debido. A estos uniformes había que sumar los de los extras que encarnarían a la tropa leal al rey Fernando VII. Según quien llevase la cuenta –los historiadores no se ponen de acuerdo–, hacían falta entre 10.000 y 13.000 réplicas de uniformes, morriones, botas y mochilas, sin contar los de los mercenarios ingleses e irlandeses que peleaban del lado patriota. Por último, estaba el problema del armamento: ¿De dónde sacar los miles de mosquetes Brown Bess y los rifles Baker, las baquetas, machetes, lanzas, bayonetas y los cuñetes de pólvora negra?
Se resolvió filmar la batalla a escala reducida, en “tomas cerradas”. Momentos estelares y grandes movimientos de masas convertidos en macilentas, desmañadas escaramuzas alegóricas, todas comentadas en voice over por un locutor: el propio Chávez.
Aquel año 2001 la temporada de lluvias volvió a hacer del Campo de Carabobo una sabana anegadiza. En los ensayos, los conscriptos, en lugar de matar y hacerse matar de mentirijillas, miraban a cámara y saludaban, sonrientes, con la mano. Los caballos, al no ser regimentales (muchos de ellos eran préstamo forzado de clubes de equitación), corcoveaban al escuchar las salvas de fusilería, tiraban a sus jinetes y se negaban a cargar todos a una. La conmemoración, para jupiterino disgusto de Chávez, hubo de ser suspendida.
De esta heroica payasada me he acordado mirando las costosas y chambonas maniobras aeronavales “antimperialistas” que el Ejército Bolivariano desplegó tragicómicamente la semana pasada para imponer respeto a los guerreristas del Pentágono, disuadirlos de invadir Venezuela y adueñarse de sus riquezas naturales. Los barrigones narcogenerales, haciendo de Eisenhower la mañana de Normandía, solo han logrado ser el hazmerreír de los venezolanos que saben que con sus tanques chinos, sus aviones rusos y su equipamiento antidisturbios, el régimen militar solo busca infundir miedo a la población y conjurar inútilmente el inexorable estallido de protesta civil que la hambruna de 2017 traerá consigo.
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