El país como tragedia moral
Ana Teresa Torres
prodavinci
Ocurren tantos acontecimientos que diríase es tiempo de acción y no de pensamiento, o en todo caso tiempo de pensamiento sobre la acción. Pero las acciones se solapan con tanta rapidez que tampoco hay tiempo para pensarlas. Me parece como si viajáramos en un tren de alta velocidad y que apenas logramos asir la visión de una montaña, una sombra sobre el terreno, la fachada de una casa, el resto de un automóvil que cruza la carretera o los rostros desconcertados de unos vecinos que ven el tren pasar de lejos. Y quizás estas ideas que pretendo fijar transcurren demasiado lentas para los pasajeros del tren de alta velocidad, en el que escasamente alcanza para leer los twitters. Solo sabemos que corremos, que no podemos parar. Vértigo. Miedo. Esperanza. Cabe todo. Muerte o resurrección. Es un tiempo extremo. Falta poco para el final, dicen los optimistas. Falta poco para que todo se acabe, piensan los pesimistas. Quizás ni lo uno ni lo otro. Es un tiempo sin respuestas. Queremos llegar al desenlace, eso es lo único que ahora nos importa.
En el viaje, para continuar con el símil, hay tropiezos. Los pasajeros, por ejemplo. Vamos todos al mismo destino, pero no con el mismo ánimo. No con la misma interpretación. Los pasajeros, además, hablan, gritan, se empujan. Se montan unos encima de los otros. Y, sobre todo, opinan. Opinamos. Queremos sacar la cabeza del enjambre y opinar, y que los demás sepan que opinamos. Es un desbarajuste de opiniones, pero al mismo tiempo un esfuerzo álgido por pensar en alta velocidad, y es encomiable. Así vamos en medio de las contradicciones, en la dificultad de las coincidencias, en el zaperoco de carecer de una narrativa común. Probablemente algunos consideren que lo que llamo despectivamente zaperoco es precisamente la bondad de la diversidad versus la verdad única, y quizás tengan razón, pero no dejo de experimentar un desorden que me inquieta.
En estos días he recordado una frase que le escuché a Michaelle Ascencio: Hay que poner orden en el imaginario. ¿Se puede ordenar el imaginario? ¿El imaginario se desordena? Ya no recuerdo bien el contexto de aquella frase, pero en este que vivimos ahora me parece exacta. El imaginario se ha desbordado y no hay ley que le ponga orden. No hay manera de establecer el norte y el sur en un país cuyo presidente no se sabe los puntos cardinales. Expuesto su gazapo en una alocución pública, podemos especular que la ignorancia individual en este caso es también una metáfora general. No sabemos, no sabe el país, en qué dirección va ni dónde se encuentra. Solo conoce su malestar y que no quiere estar donde está. Son las encrucijadas en las que hace falta un estadista. Aunque muchos, y algunos muy buenos, los líderes, todos juntos, no hacen un estadista. Esa carencia, creo, contribuye al desorden del imaginario. Pero también otras circunstancias.
La exigencia del momentum revive el ideal heroico. Se acabaron los héroes, pensaron algunos cuando murió Chávez. Los mitos no mueren, solo se sumergen. La valentía ciudadana, el bravo pueblo, se ha puesto de manifiesto, y sí, los venezolanos tienen la cualidad del heroísmo. Los jóvenes que salen a la calle sabiendo que pueden morir y llevan como defensa escudos de cartón son heroicos. Reciben un nombre de guerra, escuderos, guerreros de la resistencia. Y así cientos de miles de ciudadanos dispuestos a sufrir la violencia del Estado. Es la reencarnación del mito de la Venezuela heroica (algunos en la pérdida de sindéresis llegan a decir que todo esto es culpa de Eduardo Blanco). La deriva del heroísmo puede ser el voluntarismo, no siempre eficaz. O la hipérbole: los jugadores de futbol dejan de ser excelentes deportistas para convertirse en ejército glorioso. Durante estos últimos años, según una opinión extendida, se pensaba que debíamos abandonar a los héroes en pro de los ciudadanos. Ahora volvemos a los héroes, ¿es eso una muestra del desorden del imaginario? Quizá sea simplemente un signo de que el arquetipo del héroe está dentro de la venezolanidad y hay que aceptar que asome cuando es necesario, como ahora, y luego, sería deseable en un futuro todavía no previsible, vuelva a sumergirse.
¿Qué otro signo mantiene en vilo el orden imaginario hoy? Diría que la pasión moral. En esta etapa del poschavismo no puedo olvidar a Chávez. No puedo olvidar la retórica con la que cautivó a tantos. Una retórica aparentemente moral que encubría el discurso del resentimiento y de la venganza. Una parodia de vengador de los oprimidos y castigador de los opresores. Aquellos primeros gestos para simular el pundonor y la honradez (quitar las escoltas de los expresidentes, eliminar las colitas de Pdvsa, utilizar el papel de escribir por los dos lados, bañarse con totuma). Una mueca de austeridad y ahorro para convencer a los ilusos. Y qué decir del gran discurso de la guerra a muerte contra la corrupción, contra los bandidos de los cuarenta años, para ocultar el verdadero propósito: la destrucción del régimen democrático. Nadie valía nada, nadie era merecedor de la confianza del pueblo, salvo él, naturalmente. Esa pasión no desapareció con su muerte. En el imaginario colectivo predomina la venganza y el resentimiento contra los culpables. Ninguno de los que nos consideramos, en alguna medida, castigados por la revolución bolivariana estamos exentos de sentirlo. Aquí, además de los daños morales (como es el sentimiento de que Venezuela desaparece), se han perdido vidas y haciendas. Aquí se ha encarcelado, torturado, asesinado, saqueado, violado. Aquí se ha dejado sin alimentos y medicinas a un pueblo al que se le prometió su renacimiento. No es exageración definir lo ocurrido como la tragedia venezolana porque todos hemos sufrido una pérdida irreversible siguiendo un destino ineluctable. Los que han adquirido dinero y poder también, aunque no lo sepan o no lo quieran reconocer, han perdido para siempre la dignidad. Algunos la humanidad.
¿Y cómo se organiza un imaginario social que en menos de 20 años se ha visto zarandeado por todos lados? Primero, por un discurso contra todo lo construido; acto seguido, la destrucción moral y material de lo que mal o bien teníamos para llegar al final, a la conclusión de que aquellos vengadores de los oprimidos se convirtieron en los opresores de los que se creían vengados. Una consecuencia, me parece, salta a la vista. La tragedia venezolana instalada sobre los escombros de la muerte, sobre el paisaje que queda después de la batalla, la tragedia, insisto, es también la anomia que nos deja con la memoria lacerada, con una identidad incierta, con una idea desvanecida de futuro. Porque ahora, ¿quién cree en alguien o en algo?
Se han entronizado el resentimiento y la desconfianza, y campea la opinión de que todos son unos vendidos, unos tarifados, solo quieren sus propios intereses. ¿Y quiénes son todos? Todos son quienes no se pronuncian o no lo han hecho antes o lo han hecho insuficientemente, o quienes fallaron en la pasada etapa democrática, o quienes fallaron durante la etapa chavista de la revolución. Nadie está a salvo de ser designado como impuro. Esto es un éxito póstumo de Chávez, lograr que los venezolanos, no importa sus preferencias políticas, desestimen cualquier posibilidad, cualquier salida, cualquier acuerdo. De nuevo estamos en el imaginario del pueblo angelizado –que dice Miguel Ángel Campos– versus la élite corrupta, sobre todo las élites políticas, los partidos, la bestia negra de la MUD. Por ese camino volvemos a empezar. Lo más difícil de recuperar de esta tragedia moral no será resolver la duda cristiana de si perdonamos o no a nuestros enemigos, dentro de la ley cada quien que haga lo que quiera; la tarea más ardua consistirá en perdonarnos a nosotros mismos, intentar sobreponernos a las heridas y maltratos y darnos la oportunidad de creer de nuevo.
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