domingo, 30 de julio de 2017

PARA ZAPATERO

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                          ELIAS PINO ITURRIETA

Estas vísperas son riesgosas para el escribidor, especialmente cuando se pone frente a la computadora mientras faltan tres días para la votación de la constituyente espuria que ha convocado el dictador. No puede saber lo que pasará. Todos los cálculos pueden fracasar debido a las contradicciones de las horas difíciles. Solo tiene sus convicciones, que no mueven montañas. De allí que pueda, más bien, intentar un acercamiento a un aspecto de la trayectoria del ex presidente del gobierno español  José Luis Rodríguez Zapatero, que pueda ofrecer sin mayores riesgos alguna luz en un tiempo de contrastes inevitables.
En los tiempos de contrastes inevitables hay figuras que pueden determinar muchos rumbos. Los movimientos sociales dependen de su propio caudal, ciertamente, pero muchas individualidades los han encauzado a través de la historia. Han estado en el lugar adecuado en la hora oportuna y con las compañías precisas, hasta lograr desenlaces impensables durante los días anteriores. No tienen que ser genios, ni nada por el estilo, sino protagonistas enterados de los que tienen entre manos y dispuestos a dejar su huella en la solución de los conflictos. Eso han sido muchos, precisamente, imprescindibles sin demasiado alarde. O quizá más bien pocos, pero no han faltado a través del tiempo.
A Zapatero le han complicado la vida las malas compañías venezolanas. Demasiadas fotos con Maduro y con Jorge Rodríguez ante una sociedad que los aborrece sin paliativos. Demasiadas entradas a Miraflores, como si fuera persona de la mayor confianza. No puede ser buena la sensación que ha producido ante la inmensa mayoría de la ciudadanía, que puede considerarlo como parte del comando superior de una “revolución” que intenta lo que puede y lo que no debe para sobrevivir. Pero tales sensaciones, aparte de superficiales, no son justas. Primero, porque él tiene un prestigio que debe cuidar. Cuestionado prestigio en su país, de acuerdo con la decisión de sus votantes y con el declive inocultable del PSOE cuando lo dirigió, pero que no deja de ser digno de atención, especialmente para él. Segundo, porque también ha tenido ocasión de relacionarse con los líderes de la oposición. Ha visto las dos caras de la moneda. Sabe lo que dice el águila y lo que dice la cruz. Debe figurar entre los líderes extranjeros mejor informados de los padecimientos venezolanos,  y no puede echar las evidencias por la borda sin despedirse del asunto como una parte realmente menor.
Hay un aporte de Rodríguez Zapatero a su sociedad, que me permite pensar bien de lo que todavía pueda hacer entre nosotros: la Ley de Memoria Histórica que propuso e hizo aprobar durante su gestión. Había prevalecido hasta entonces en España la idea sobre los orígenes de la vida moderna que el franquismo había impuesto. Permanecía un catálogo inamovible de beatos inmarcesibles y pecadores incorregibles diseñado por el tirano, que se respetaba a regañadientes, pero también con entusiasmo. Media España permanecía en el ostracismo en su propia tierra porque no convenía remover los escombros del pasado, porque era mejor que los muertos de la guerra civil descansaran en paz. Pero los muertos del fascismo, los que se levantaron contra la república legítima, a quienes se hicieron  funerales magníficos y no pocos monumentos que todavía no se han demolido. Para los demás el olvido, la prohibición de recordar sus nombres, de ponerlos en el lugar que les correspondía en la sociedad y en la vida de sus descendientes. Eran  rojos innombrables por cuya existencia no se podía hacer otra cosa que clamar por la difícil purga de sus culpas, rojos pestilentes que ni siquiera podían reclamar un lugar en los túmulos de los parientes.
Rodríguez Zapatero acabó con esa pavorosa injusticia. Ahora, poco a poco,  la memoria se ha ido enrumbando por senderos limpios gracias al impulso de una legislación debido a la cual se vienen logrando extraordinarias rectificaciones en la España de la actualidad, logros imprescindibles para una convivencia enaltecedora de veras. Lidiar con las ansias de un pueblo que clama por su libertad no es lo mismo que atender los reclamos del pasado, pero puede ser un estupendo prólogo. De allí que, quizá por mis defectos de historiador, prefiera no irme de bruces en los juicios sobre el trabajo que realiza entre nosotros este hombre que ya parece de la familia.


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