domingo, 16 de julio de 2017

¿No será que todos somos chavistas?

Tulio Hernandez

El Nacional

I. Cualquiera, ingenuamente, podría suponer que los demócratas deberíamos estar juntos. Cuidándonos unos a los otros. Soportando nuestras diferencias a sabiendas de que estamos cada vez más cerca del fin de la noche oscura. Que deberíamos andar respirando suave y acompasado cada paso que damos. Como en una clase de taichí. Tratando de bailar no al son que nos toquen los rojos sino haciéndole honor a la coreografía que en estos cien días de rebelión, y casi dieciocho de padecimiento, hemos aprendido a ejecutar juntos.
Deberíamos introyectar que todos buscamos el mismo fin. Que la pesadilla termine. Que la maquinaria del odio que entró en escena el 4 de febrero de 1992 deje de funcionar. Que los destructores de la patria desaparezcan. Que volvamos a ser un solo país. Con diferencias. Imperfectos. Con injusticias. Sí. Mas un solo país.
II. Pero no es así. No lo creemos. En este momento, cuando el régimen rojo se haya recluido en terapia intensiva, y cuando muy pocos rezan por su salud, de nuestro lado todos somos culpables hasta que no demostremos lo contrario. La desconfianza es nuestra divisa. Y cada semana, cargados de ira, nos despertamos de mal humor una mañana, nos desagrada una noticia y pateamos con desprecio profundo y escupimos con desencanto cruel aquello que buenamente veníamos construyendo con gusto y sabor a triunfo.
Somos las Penélopes del sigo XXI. Los doctores Jekyll y mister Hyde de la era de Internet. Blanco y negro. Bien y mal a la manera de los cómics gringos. A muchos se nos va olvidando la existencia de los justos medios, evaluar serenamente lo ocurrido antes de opinar, los puntos de conciliación, las nociones de perdón. Una buena parte de los demócratas somos ahora todo o nada. Incondicionales a nuestros prejuicios. Reyes de la desesperanza. Maestros de la desesperación. El que no piensa exactamente como yo, aunque se oponga a Maduro, es mi enemigo.
Los técnicos del G2 en el Hotel Alba se sirven un mojito y brindan a coro. Saben que los diecisiete años de impotencia política que hemos padecido nos llenan el corazón de ira destructiva. Tal vez no a todos. Tal vez sí a muchos. Si alguien cree que el fin del modelo no pasa por las mismas etapas que yo creo –yo por lo institucional, aquel por las armas, o a la inversa– boto tierrita y no juego más. Porque el otro es un traidor. Un sospechoso. Un colaboracionista. Una chavista de closet.
III. El domingo pasado por la mañana el país amaneció con un fresquito. Una pequeña alegría. La información del traslado a su casa de Leopoldo López, el preso emblemático del aparato represor chavista, alegró el amanecer. Horas después, por un obvio equívoco de comunicación, Lilian Tintori ya no era Juana de Arco sino Lady Macbetch. Un minuto malo y todos olvidan los largos anteriores años de dura lucha.
Igual ocurre unos días después. Un grupo de intelectuales a quienes obviamente les angustia el derramamiento de sangre que probablemente nos aguarda se aventura a hacer una proposición, “Llamado al entendimiento nacional”, que incluye la palabra diálogo. En asunto de horas las redes los fusilan. Vendepatrias. Traidores. Procubanos. Indolentes. Y, lo que más les dolió a algunos, “viejos seniles que se creen sabios”. Elías Pino ahora es Monedero. Virtuoso, el rector jesuita, dicen los talibanes, ya no se merece su apellido.
Igual, en asunto de horas, el diputado Julio Borges pasó de ser la víctima de una de las más grotescas agresiones que un militar haya hecho a una autoridad civil elegida por las masas a un “pajúo” que no se supo defender. De un hombre que se comportó como un estadista a una “marica que no sabe tirar coñazos”.
IV. Hay algo agrio en el ambiente. Estamos crispados. No hay medias tintas. Chávez nos tuvo y nos tiene locos. Lo logró. Ahora cada vez más opositores somos chavistas. Miramos el mundo en blanco y negro. Degradamos moralmente a quien no piense como nosotros. Somos amnésicos. Desagradecidos. Improvisados. No debatimos ideas. Masticamos adjetivos. No miramos a largo plazo, eructamos rabietas. Escupimos denuestos. Vomitamos baba verde.
Conclusión: si no quieres ser Diosdado Cabello, de vez en cuando es bueno meter la cabeza en el congelador. Luego, opinar. Termino esta columna y abro la nevera.

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