Churchill: pasión que engrandece
PEDRO GONZALEZ TREVIJANOABC
Hay personajes epocales; esto es, que definen y explican una época. Son los casos, en los últimos quinientos años, de Carlos V en el siglo XVI, el caballero europeísta que ennobleciera Tiziano en Mülberg; el astuto cardenal Richelieu en el siglo XVII, pomposamente retratado por los pinceles de Philippe de Champaigne; el honesto George Washington en el XVIII, asentado hoy en nuestro imaginario colectivo gracias a Roy Lichenstein; el inabarcable Napoleón Bonaparte en el siglo XIX, con su imponente representación a caballo y su fastuosa coronación recreada por Jacques-Louis David; y en el siglo XX, el indómito Winston Churchill, nunca tan bien caracterizado como en la soberbia fotografía de Yousuf Karsh. Retrata el alma de un hombre de acción, de un hombre determinado, de un hombre tozudo que nos reta con su mirada. El retrato que Graham Sutherland realizaba a su ochenta cumpleaños por encargo del Parlamento –según nuestro hombre se asemejaba a un "bulldog asustado"– fue quemado por su mujer.
La vida del premier británico nos sigue pareciendo un imparable torbellino, una irrefrenable fuerza de la naturaleza, que casa difícilmente con nuestras acomodaticias, unidireccionales y rutinarias vidas. Pocas veces alguien asume a lo largo de su existencia tan dispares y contradictorios papeles, tan polifacéticas y disímiles actividades, tan estrepitosas derrotas –El desastre de Gallípoli– al tiempo que cruciales victorias –La batalla de Inglaterra–. Hablamos del descendiente del primer Duque de Malborough, el "Mambrú" de nuestras canciones populares en la Guerra de Secesión. Intrépido aventurero, reportero de guerra –corresponsal del Daily Graphic, del Pionner, del Dailey Telegraph, y hasta observador en el Ejército español en Cuba, donde participó en la batalla de Arroyo Blanco–, conferenciante brillante, orador formidable, escritor que alcanza el Premio Nobel de Literatura en 1953, y una afición, junto al polo, la equitación, la esgrima, la natación y la albañilería, que le acompañara siempre: la pintura. Un hobby que cristaliza una mañana de domingo, el 20 de junio de 1915, cuando tomaba una caja de acuarelas en casa de su cuñada lady Gwendoline, en Hoe Farm, en el valle de Surrey. Con estilo impresionista plasma la campiña y los paisajes del río Támesis. Después viajaría con sus pinturas y su caballete en sus frenéticos desplazamientos (El Cairo –donde la prensa recogió una caída del camello–, el Atlas marroquí, Atenas, las Montañas Rocosas y la Costa Azul). Pero ni siquiera la pintura escapaba a sus heterodoxos juicios. Ante la pregunta del presidente de la Academia Británica, sobre que haría si se encontrase con Picasso, Churchill exclamó: "¡Pegarle una patada en el culo!". Sea como fuere, sus herederos pagarían los impuestos sucesorios con treinta y ocho de sus obras valoradas en trece millones de euros.
Era de carácter imprevisible y cambiante, engreído y egocéntrico, dicharachero y ocurrente, enérgico y fogoso, poco previsor y desordenado, gruñón y arrogante, aunque con propensión a la depresión, con magnífica memoria… Y, como todos los grandes políticos, de perfiles camaleónicos (formó parte del Partido Conservador y del Liberal, impulsando medidas sindicales como la limitación de la jornada laboral, mientras perseguía las huelgas mineras convocadas por los Trade Unions.) "Su conciencia era –decía De Gaulle– como una buena muchacha, y con ella siempre se ponía de acuerdo". Todo en él está jalonado, salvo su plácida vida conyugal con Clementine Hozier, de sobresaltos y excesos: su gusto por el brandy y el whisky, las comidas pantagruélicas, sus gruesos cigarros… Nada nuevo. Ya de niño pasó, con escaso aprovechamiento, por varias escuelas: St. George´s, St. James, Brighton y Harrow; ingresó, tras tres intentos fallidos, en la escuela militar de Sandhurst; se incorporó al Regimiento de Húsares en la India, participando en el frente de Bagalore y Bombay, en las campañas contra las tribus afganas, y como corresponsal de guerra en tierras sudanesas; y de ahí, a África del Sur, ¡nunca quieto! contra los boers, de quienes escapó en una rocambolesca huida de un tren de mercancías.
Y no les digo, si nos paramos en su vida política: más de cincuenta años en la Cámara de los Comunes, ¡si leen bien!, que arranca como diputado por Oldham (1906) y finaliza como representante por Woodford (1964), que le permitirán ocupar distintas carteras: subsecretario del Estado de Colonias, ministro de Comercio e Industria, ministro de Interior, primer lord del Almirantazgo, canciller del Ducado de Lancaster, ministro de Municiones, ministro de la Guerra y del Aire –diseñó el primer vehiculo motorizado, la llamada "locura de Churchill"–, ministro de las Colonias, canciller del Exchequer, hasta llegar a primer ministro en dos ocasiones. La primera, entre 1940 a 1945, tras la dimisión de Chamberlain y la renuncia de Lord Halifax; la que le ha abierto de par en par las mejores páginas de la historia –"…no puedo ofrecer sino sangre, esfuerzo, lágrimas y sudor… Esta es mi política… la victoria"–. Si alguien hace suyas las palabras de Albert Cohen –"Cada hombre nace y se forma para un gran momento de su vida"–, este era el de Winston Leonard Spencer Churchill. Y la segunda, entre 1951 y 1955. Años en que nunca pasó inadvertido por sus opiniones: el rechazo a la independencia de la India, su supremacismo blanco, el respaldo al matrimonio de Eduardo VIII con la señora Simpson o su oposición al sufragio femenino.
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