domingo, 17 de mayo de 2020


CAP, el hombre que se inventó a sí mismo (I)

   

TOMAS STRAKA

PRODAVINCI

La reinvención, una y otra vez

Aquello parecía una crisis de la mediana edad. Emprender a los cincuenta años el cambio de apariencia más radical de la vida era, cuando menos, arriesgado. Pero hacerlo en medio de la Peacock Revolution, con la que los jóvenes demolían casi dos siglos de códigos de vestimenta masculina, era casi temerario. Sin embargo, Carlos Andrés Pérez sabía que estaba en el trance fundamental de su vida, y estaba dispuesto a jugárselas completas. Dejó atrás sus paltós oscuros y grises para asumir esas camisas coloridas, casi chillonas, que hacían recordar a los pavorreales y que en parte le dieron el nombre a la revolución en la moda. Hizo de los sacos a cuadros un signo de su personalidad. Se dejó crecer largas patillas, casi como compensación juvenil a la calvicie que ya se le acusaba. Y en lugar de salir a conquistar veinteañeras, salió a conquistar un país. El éxito fue absoluto.

A casi medio siglo, la imagen del Carlos Andrés Pérez de la campaña de 1973 parece algo natural. Más aún: para los que nacimos entonces o después de ella (es decir, la mayoría de la población) resulta una composición vintage, un estilo setentoso que remite a nuestros padres y abuelos. Por eso no podemos compulsar bien el tamaño de la jugada, ni todo lo que significó su acierto. Con eso perdemos herramientas para comprender a un hombre tan controvertido y polarizante como fue, y sigue siendo después de muerto, Pérez.

Y perdemos también muchas claves para entendernos como sociedad. Lo amamos o lo odiamos, y muchas veces pasamos de lo uno al otro. Lo elegimos dos veces presidente con un gran caudal de votos. Lo sacamos del poder. Aplaudimos cuando lo encarcelaron, pero después le dimos suficientes votos para hacerlo senador (y eso en la misma elección en la que también votamos también por Chávez). Si algo importante hay en él, es que dice mucho de nosotros. Pocas cosas dan mejor información sobre una persona o una colectividad, que aquellas de las que se enamora o siente repulsión.

Aquel salto a la moda de la época fue sólo uno (aunque tal vez el más espectacular) de los muchos que dio en su vida. Hasta el momento, su imagen había sido la del policía duro que golpeó tanto como pudo a la guerrilla. De ahí logró reinventarse como un líder lleno de carisma, moderno, juvenil, coolCarlos Andrés, como en el estilo llano de los adecos de llamarse por el nombre de pila y aún se lo nombra coloquialmente… Para después saltar a ser el presidente por antonomasia, el Presidente Pérez, como siempre lo trataron, estando o no el poder. El líder del Tercer Mundo, la figura progresista y, para muchos, populista, para más tarde reinventarse como un reformador rodeado de tecnócratas, que vendría a enmendar mucho de lo que él mismo había impulsado en su primer gobierno. Y con eso, pasar del héroe que todos asociaban con la bonanza, al villano de las reformas neoliberales, el que reprimió a ese mismo pueblo que lo eligió en el Caracazo. Fue el inicio de un largo período como el malo de la película, sobre todo en la narrativa chavista. Para finalmente morir en el exilio, protagonizar con su cadáver un pequeño escándalo, y después de unos meses recibir en Caracas un entierro multitudinario. Es la última, hasta el momento, reinvención de su figura: la que un sector de la sociedad ha hecho de su recuerdo. El villano de los años noventa se volvió el mártir, el que tuvo razón y no le hicimos caso, el hombre sabio al que desoímos y ahora nos interpela desde ultratumba en multitud de memes y stickers que circulan por la red.

Es, entonces, la mutación perpetua la que parece acompañar a Carlos Andrés Pérez. El policía/el candidato a la moda/Carlos Andrés/el Presidente Pérez/el progresista del Tercer Mundo/el neoliberal/el villano/el mártir y héroe se suceden en una biografía que aún aguarda por ser realmente investigada.

Esas patillas y paltós a cuadros del 73 reflejan al menos tres cosas fundamentales de su personalidad: una enorme aptitud para la reinvención, un deseo no menos grande por dar grandes saltos hacia lo nuevo, lo más moderno; y una valentía que en ocasiones podía rozar la temeridad. Pérez, como pocos, fue una invención de sí mismo. Tenaz en alcanzar sus objetivos, amplio en sus ambiciones, con lo que eso puede tener de bueno y de malo; insuflado de pasión política, definitivamente comprometido con los valores del proyecto democrático del que formó parte. Con unas ganas enormes de hacer historia, en cada trance hizo lo que consideró que tenía que hacer para alcanzar sus metas. Si a alguien le calza la frase almodovariana de que nunca se es más auténtico como cuando uno se parece a lo que ha soñado de sí mismo es a Carlos Andrés Pérez.

En el camino, a nadie dejó indiferente. Se le amó y se le odió. Todos tienen alguna opinión de él. Sin embargo, no es demasiado lo que sabemos. Hay, por supuesto, un estudio histórico, el de Michael Tarver, The Rise and Fall of Venezuelan President Carlos Andrés Pérez: An Historical Examination, de dos tomos (2001-2004). Agustín Blanco Muñoz le hizo una larga e iluminadora entrevista. También se cuenta con muchas investigaciones periodísticas, algunas tan importantes como el best seller de Mirtha Rivero La rebelión de los náufragos (2010), o el trabajo de Ramón Hernández y Roberto Guisti Carlos Andrés Pérez: memorias proscritas (2006); millares de entrevistas, reportajes, testimonios de personas cercanas o lejanas, de enemigos acerbos y de leales amigos; estudios de los contextos políticos y económicos en los que actuó, y muchos, muchísimos rumores. Sin contar los miles de documentos oficiales que se produjeron y publicaron en sus gobiernos. Y los muchos miles más de fotografías y materiales audiovisuales, algunos ya usados en el documental de Carlos Oteyza, CAP, dos intentos (2016). El presente texto está muy lejos de ser una sistematización de todo esto. Sólo aspira a trazar algunas ideas, unas hipótesis que nos ayuden a entenderlo mejor, que tal vez sirvan de guía para ubicarlo en nuestra historia, en lo que somos.

Porque de eso se trata. De nosotros mismos. La fascinación por Carlos Andrés Pérez expresa resortes esenciales de una sociedad que de diversas formas él logró tensar. En ocasiones llega a ser tan así que genera conmoción, que se hace incómodo para propios y extraños. Si fue un hombre empeñado en inventarse y reinventarse, se debió en gran medida al deseo de acompasarse con una sociedad cambiante, de poderla expresar y enamorar. Y en gran medida, también, a que de algún modo él palpitaba en su misma dirección. 

Primer acto: el policía malo

El Pérez que en 1973 adoptó algunos de los coletazos de la Peacock Revolution era el hombre menos probable para un look cool. Ya era un político conocido, pero no precisamente un buen candidato. De hecho, entonces pocos hubieran podido imaginar a los otros Pérez que aparecerían después. En ese momento se le recordaba, sobre todo, como el ministro de Relaciones Interiores bajo el gobierno de Rómulo Betancourt. Como tal, era responsable de la célebre y polémica Dirección General de Policía (Digepol), la policía política que enfrentó y dio algunos de sus peores golpes a la subversión. Ese Pérez de la Digepol es el primer acto de una historia que pocos entonces podrían imaginar tan larga. Y fue el primero que conoció el venezolano común.

Rápidamente ganó fama de duro. Incluso de implacable. O en todo caso la confirmaba, porque ya tenía algo de ella, al menos entre los más cercanos. En 1948, cuando derrocaron a Rómulo Gallegos, fue de los que intentó un contragolpe en Maracay. Encarcelado y enviado al exilio, regresó al país para unirse a la Resistencia. Capturado, encarcelado y desterrado otra vez, cuando en 1956 se debeló un atentado contra Marcos Pérez Jiménez, el jefe de la Seguridad Nacional, Pedro Estrada, lo señaló como su organizador. Era, pues, Carlos Andrés Pérez, un hombre de armas tomar, cosa que Betancourt debió tener muy en canto al nombrarlo sucesor de Luis Augusto Dubuc. Y la decisión pareció ser acertada. No hay una investigación sobre la gestión de Pérez enfrentando a la subversión, pero sí sabemos, en parte porque él reconoció, en parte por lo que han contado terceros, que fue muy hábil infiltrando a los grupos que conspiraban. Una combinación de inteligencia, interrogatorios y dinero, generó una gran cantidad de delaciones, en lo que sería uno de los puntos débiles de la guerrilla venezolana.

Pero como suele suceder, la izquierda no tardó en sacar provecho propagandístico de su actuación: logró crear la imagen de un Carlos Andrés Pérez asesino (esa fue la palabra que le adhirió) y agente de la CIA. Lo primero no ha sido comprobado. Si en medio de la lucha hubo excesos, si se dieron palizas en los interrogatorios o muertes en circunstancias que generan sospechas, hasta el momento no se ha podido vincular a Pérez directamente con ellas. De lo segundo no se habló demasiado en la campaña, pero ya como presidente generó una verdadera tormenta en 1977. Ese año, The New York Times publicó un informe en el que se afirmaba que había estado en la nómina de la CIA. Pérez exigió un desmentido y movió toda su diplomacia, entonces importante, para lograrlo. Aquello pareció molestarlo especialmente, ya que lo siguió desmintiendo toda la vida. En la larga entrevista que le concedió a Agustín Blanco Muñoz, al final reconoció que la CIA actuaba en Venezuela, pero no de forma concertada con el gobierno. Hay que admitir que eso suena, como mínimo, difícil de creer, sobre todo tratándose de estrechos aliados, pero quien escribe no tiene cómo desmentirlo. Tal vez investigaciones futuras aporten mayor luz.

En cualquier caso, ninguna de las dos acusaciones pareció haber hecho mella en sus electores de 1973. O no las creyeron, o si alguno las creyó, no le dio mayor importancia. Al cabo, si había sido duro, eso fue contra una insurrección muy impopular, que apoyada con dinero y armas del exterior quería acabar con un sistema democrático. Y si después, en el quinquenio que pasó como parlamentario, fue siempre el policía malo cuando se discutía cualquier cosa referida a la guerrilla, eso también parecía estar conforme a la línea mayoritaria de los venezolanos, adecos o no. Fue además el quinquenio del desembarco en Machurucuto y el asesinato de Julio Iribarren Borges. Los asesinos, para los venezolanos comunes, eran los guerrilleros, indistintamente del escándalo por la ejecución de Alberto Lovera. Hubo abusos, que en general el gobierno reconoció, permitiendo el debate parlamentario y el escrutinio de la prensa, muchas veces simpatizante de los guerrilleros. Para cualquier venezolano que hubiera vivido la dictadura militar o el gomecismo podría parecer insólito ver que esas polémicas se discutieran en voz alta y en las primeras planas.



CAP, el hombre que se inventó a sí mismo [II]




Nace el presidente Pérez, primer entreacto
El 12 de marzo de 1974 fue el día más importante de la vida de Carlos Andrés Pérez. No sabemos si él lo consideró así, pero para el resto de los venezolanos, sobre todo para los de medio siglo más tarde, fue el día en que entró definitivamente a la historia. Si Rafael Caldera no le hubiera pasado la banda presidencial aquel 12 de marzo, su nombre sería hoy un asunto de especialistas. Pero después de una campaña electoral de casi dos años y de un arrollador triunfo en las elecciones, Carlos Andrés se convierte en el Presidente Pérez. El audaz cambio de imagen había dado resultado. Y muy pronto demostraría que no era lo único que estaba dispuesto a cambiar. En cinco años, ni el país ni su sistema democrático serían los mismos. 
Naturalmente, hubo cosas que no dependieron de su voluntad, por grande y decidida que fuera. La fortuna, que como nos enseñó Maquiavelo es a veces la mejor aliada de los políticos, le sonrió y mucho. Primero, la crisis energética. Como ya había pasado veinte años atrás con la crisis del canal de Suez, las arcas venezolanas se llenaban de nuevo por una crisis en el medio oriente que hacía peligrar el suministro de petróleo a Occidente
En 1974, el precio del petróleo se cuadruplicó: pasó de unos $3 el barril a $12. Así, mientras el resto del mundo recuerda los años setenta como una etapa de recesión e inflación, los venezolanos los tenemos como una gran fiesta. Fue nuestro primer gran boom petrolero. En 1973, el valor de las exportaciones petroleras fue de 4.450 millones de dólares, monto que subió a 10.762 millones al año siguiente. El efecto cascada que esto tuvo en la economía se puede medir en los ingresos del Estado, que pasaron de 23.000 millones de bolívares a 53.000 millones. Los gastos corrientes del sector público estaban en el orden de los 34.000 millones, por lo que, básicamente sobraban 20.000 millones de bolívares (unos 4 mil millones de dólares de entonces, unos 20 mil millones actuales) que entraron de repente y para los que no había demasiado que hacer. Si Pérez traía el plan de dar saltos audaces para transformar al país, se encontró con una cantidad enorme de dinero para hacerlo.
Pérez no sólo tenía dinero. También carecía de verdaderos contrapesos para llevar adelante sus planes. Sí, había un funcionamiento institucional, las precauciones a las que obligaba la insurrección guerrillera ya no eran necesarias después de la pacificación de los principales grupos en 1969. Tampoco había grandes temores de un golpe militar, sobre todo después de la forma en que Rafael Caldera logró controlar las públicas defecciones del general Pablo Antonio Flores. 
Hoy sabemos que bajar la guardia fue una falta de cálculo. Los pequeños grupos guerrilleros que quedaron activos, como el PRV-FALN –por aquellas fechas rebautizado como Ruptura–, de Douglas Bravo, lograron penetrar muchas estructuras. Mientras, en los cuarteles se creó, por razones de ascensos muy parecidas a las que enfurecieron al general Flores, una logia militar: ARMA. Pero los golpes de 1992, donde ambas líneas convergieron, parecían cosa imposible. Precisamente Pérez, el gran policía, el que siempre dudaba en el Congreso con respecto a las medidas de clemencia a los guerrilleros, al parecer no vio cómo crecía la grama en torno a sí. 
Por si fuera poco y aunque esto no fue en realidad producto de la fortuna, su triunfo electoral le dio una mayoría holgada en el Congreso. Algo que no había tenido ningún presidente democrático. Hasta el momento, los gobiernos habían logrado estabilidad a través de complicadas negociaciones. Incluso Caldera, quien fue el primero en no hacer una coalición, en 1971 llega al llamado «Pacto institucional», por el cual AD y COPEI acordaron nombrar al presidente y vicepresidente del Congreso, a los magistrados de la Corte Suprema de Justicia, al fiscal general de la República y a la directiva del Consejo Supremo Electoral. No se excluía a los partidos minoritarios, pero el espíritu de Punto Fijo se institucionalizó con las normas claras de un bipartidismo. Aunque Carlos Andrés Pérez no rompió con el pacto, su margen de acción era enorme. Tanto así que el Congreso le otorgó una Ley Habilitante para que administrara por la vía de decretos todo lo referente a la economía (31 de mayo de 1974).
Con sus arcas repletas y un poder casi absoluto, pronto el mundo (porque sus metas ahora son mundiales) terminaba el entreacto de la creación del Presidente Pérez. El mundo vería ahora de qué se trataba la “democracia con energía”.
Tercer acto: el líder del Tercer Mundo
Volvamos a las corbatas de diseños audaces y los sacos a cuadro. Los hechos indican que no se trataba de una transformación sólo para salir del trance electoral. Había un deseo de cambio más profundo. Las circunstancias de la mayoría parlamentaria y del «boom petrolero» hallaron a un equipo realmente decidido a no dejar nada en su lugar, a empujar las cosas hacia lo que consideraban la modernización, a saltos tan espectaculares como lo había sido la campaña, la indumentaria del candidato y sus caminatas por todo el país. Venezuela tenía que sentir que era la hora de una nueva generación, que dejaba atrás las precauciones que caracterizaron a los fundadores de la democracia. 
Diego Arria, el supuesto autor del cambio de look, era en sí mismo un símbolo de ese nuevo país que se quería levantar. Joven gerente, con estudios en los Estados Unidos, enterado de las últimas tendencias (y no, claro, sólo de la moda); en él podía verse un modelo de la generación formada en la democracia, mejor educada, moderna, que habría de conducir el país hacia el desarrollo. No sabemos si Pérez lo pensó exactamente así, pero sus acciones se encaminaron a esa dirección. Carmelo Lauría fue otro caso de un gerente joven, exitoso, audaz, quien, como Arria, no venía del Partido (así, con mayúscula, se referían todos a AD), pero lograría la confianza, tal vez incluso la admiración, de Pérez. Pero de todo ese grupo, el más emblemático fue, de lejos, Gumersindo Rodríguez. No era un completo outsider. Había sido una de las figuras más destacadas de la Juventud de Acción Democrática que se separaron en 1960, fundaron el Movimiento de Izquierda Revolucionaria (MIR) y se fueron a la guerrilla. De hecho, uno de los que con mayor vehemencia llamó a la lucha armada desde el semanario Izquierda. Y para sorpresa de todos, uno de los primeros (¡o acaso el primero!) en arrepentirse, en renunciar al nuevo partido y marcharse a la Universidad de Mánchester a estudiar. Para 1969, ya estaría de nuevo en AD, brillaba con lo aprendido en Gran Bretaña, parece tener ideas nuevas sobre cada cosa y dicta conferencias que son oídas con atención. Es el tipo de compañero de ruta que necesita CAP. 
Primero, de cara al partido. Con la muerte de Raúl Leoni, la separación de Luis Beltrán Prieto Figueroa y el paulatino retiro de Betancourt, de la vieja guardia no quedaba demasiado. Aunque en los siguientes años se fue abriendo una brecha entre los perecistas y los betancuristas, la balanza se inclinaba hacia Pérez. Y da la impresión de que un signo de su liderazgo en la nueva era sería el olvido de lo pasado, al menos para quienes se arrepintieran. En las elecciones, por ejemplo, Pérez aceptó el respaldo del Partido Revolucionario de Integración Nacionalista (PRIN), insignificante en términos de votos, pero muy simbólico porque era el resultado de la segunda división de AD en 1962, con algunos líderes disidentes del MIR que se le incorporaron después. Pocas veces un partido obtuvo tanto habiendo dado tan poco. Aunque no aportaron nada significativo para el triunfo, a sus dirigentes se les permitió regresar a AD, donde en muy poco tiempo alcanzaron altas posiciones. Eso dejaba un mensaje muy claro a las otras dos disidencias, la que había creado el Movimiento Electoral del Pueblo en 1968 y la del MIR: fuera del Partido, o muerden el polvo en la guerrilla o se desmoronan electoralmente como el MEP. De regreso, como hijos pródigos, podía irle a cualquiera como a Gumersindo Rodríguez.
Pero había más: no sólo se trataba de unificar el Partido, sino de hacerlo también con el país. Al parecer, el paso adelante que habría de darse con la égida de CAP, también habría de dejar atrás el pasado. Gumersindo Rodríguez no fue el único representante de la lucha armada al que acogió, más allá de haber sido el más emblemático. Muchos regresaron al Partido, pero la mayoría, que se mantuvo comunista, pudo seguir su vida, bien como políticos o como funcionarios o, sobre todo, profesores y artistas, muchas veces con generosas subvenciones del Estado. Hoy no podemos medir bien el cambio, pero para entonces era un salto increíble. ¿El “asesino” ahora protector de guerrilleros? Según lo señalan casi todos los testigos, ésa fue una de las causas del distanciamiento entre Betancourt y Pérez. El primero aseguraba que tarde o temprano los exguerrilleros le pagarían mal. Y, en efecto, muchos de aquellos profesores universitarios, cineastas o escritores no sintieron un particular compromiso con el sistema, lo que según el caso puede verse como lealtad a sus convicciones, resentimiento o a veces las dos cosas juntas; pero también es verdad que otros tantos, como Américo Martín y Teodoro Petkoff, se volvieron sinceros demócratas. 
Además, hay que estar claros en que el régimen no se desplomó en 1999 debido a la acción de los exguerrilleros, sino producto de su crisis que fue aprovechada por algunos de ellos. Otros ni siquiera la aprovecharon, sino que fueron convocados cuando ya el colapso fue un hecho consumado. Pero en 1974, lo razonable era perfeccionar la pacificación ofreciendo oportunidades a los guerrilleros para se integraran a la vida nacional. ¿Qué otra cosa puede hacer una democracia? Tal vez, como pedía Betancourt, no dejarlos actuar tan impunemente cuando siguieron atacándola, no dejar en sus manos muchas facultades universitarias y culturales o no haber bajado la guardia ante los que conspiraban (otra cosa, según se cuenta, que alarmó a Betancourt). Pero no mucho más. 
Es muy singular que todo aquel esfuerzo se viera empañado por la muerte, en 1976, de Jorge Rodríguez. Se le relacionaba con el secuestro del empresario estadounidense William Frank Niehaus, a quien los guerrilleros acusaban de ser la cabeza de la CIA en Venezuela. Rodríguez murió de un infarto durante su detención, según se ha denunciado, producto de las torturas a las que fue sometido. Un hecho reprobable, que en su momento generó un escándalo y una investigación, de la que salieron inculpados algunos funcionarios. Por momentos, el espectro del policía pareció emerger de nuevo, pero en conjunto fue un caso excepcional. Eso, por supuesto, no lo excusa, pero no marca la tendencia de la política del Estado con la abrumadora mayoría que se pacificó: pudo seguir adelante con sus vidas, escribir libros, filmar películas, dar clases, casi siempre hablando muy mal del sistema, sin que nadie los molestara por eso. Además, en su momento eso ayudó a terminar de configurar al nuevo Pérez que se va perfilando entonces: el líder progresista del Tercer Mundo. Siguiendo una tradición que venía desde 1958, se abren las puertas a millares de exiliados de las dictaduras latinoamericanas, especialmente del Cono Sur. Muchos de esos exiliados eran de izquierda. Diego Arria fue enviado a Chile para negociar la liberación de Orlando Letelier en 1974, cosa que consiguió. Ese mismo año, Venezuela restableció relaciones diplomáticas con Cuba, y de hecho Pérez se haría en el futuro un cercano amigo de Fidel Castro.  
Carlos Andrés Pérez se veía a sí mismo como uno de esos grandes líderes socialdemócratas de los años setenta, como Willy Brandt, Olof Palmer, Bruno Keisky o Harold Wilson, promotores de políticas sociales muy progresistas, de economías con un gran protagonismo del Estado, apoyo a la descolonización y un trato cordial con el mundo comunista. Venezuela no se salió de la órbita de Occidente en el contexto de la Guerra Fría, pero sí asumió una clara ostpolitik con los No Alineados, los gobiernos africanos, con quienes se establecen aceleradamente relaciones, y con movimientos revolucionarios e independentistas de todo el mundo. La tesis del Nuevo Orden Económico Internacional, impulsada por la ONU en 1974, halla en Pérez a uno de sus grandes difusores. Se hace un aliado estrecho de Omar Torrijos, jugando un papel clave en las negociaciones por el Canal de Panamá. Apoyó a los sandinistas en su revolución contra la dictadura de Somoza. También apoyó a Bolivia en la búsqueda de una salida al mar, y como gesto que ha quedado en la historia (y fue objeto de numerosos chistes) en 1977 le regaló un barco a su marina, el ahora llamado “Libertador Simón Bolívar”, que tuvo que ser fondeado en Argentina. Se involucró tanto en el movimiento independentista de Aruba, que se llegó a temer un solapado deseo de anexión. Prestó dinero a muchos países latinoamericanos. Abrió las puertas a la inmigración económica y política de toda la región. Recibió en Caracas a Nicolae Ceaușescu y a Tito. Bajo su liderazgo, Acción Democrática se termina de incorporar a la Internacional Socialista, de la que es electo vicepresidente. Su relación con Felipe González también fue muy estrecha, jugando un papel importante en el proceso de democratización española, especialmente en las negociaciones para que el PSOE y el Partido Comunista fueran legalizados.  
Tal vez dentro de Venezuela no se tuvo una idea clara de lo hondo que caló esta actividad internacional. En cada una de las tormentas que le tocó enfrentar después de dejar la presidencia (y que no fueron pocas: del escándalo del Sierra Nevada al litigio por su cadáver), cada vez que un periodista extranjero trataba de explicarle a sus lectores de quién se hablaba, señalaba al líder del Tercer Mundo, al aliado de la descolonización, al vicepresidente de la Internacional Socialista. En cierto sentido, fue la reinvención definitiva de Pérez. Por lo menos en el exterior. Pero de cara a su país, aún quedarían por aparecer muchos rostros en su biografía. Su política con el partido y el mundo giraron, en todo caso, en torno a lo fundamental: su decisión de dar el salto a la gran Venezuela. Pasaron tantas cosas en el empeño, que los venezolanos no tuvimos tiempo de pensar en el Pérez tercermundista. Para nosotros, con nuestras vidas cambiadas para siempre, es muchas otras cosas más, para bien o para mal, destacando su actuación dentro del país. 

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