JEAN MANINAT
Hay fracasos brillantes y fracasos que simplemente son… fracasos. Los
espartanos con Leónidas al mando resisten y mueren luminosamente frente a
un ejército infinitamente superior y pasan a la historia como
extraordinarios guerreros derrotados. El pobre del general Custer -con
todo y su galante porte- pasa a la historia como un inepto que llevó a
sus soldados a la muerte en la batalla de Little Big Horn, ante el
ejército de una alianza de tribus nativas numéricamente muy superior.
Dos fracasos militares, dos lecturas.
Hay países que celebran
batallas perdidas como fiestas patrias, serían momentos fundacionales de
la identidad colectiva, emblemas del coraje que anida en el “alma
nacional”. (Es un tema estimado por el populismo nacionalista). Por
alguna pintoresca razón, son muchos los himnos nacionales que tienen una
estrofa dedicada a conmemorar un fracaso, una derrota, y se suelen
cantar con especial fervor.
En política se hace más difícil
vender derrotas como logros -a pesar de que se intenta con frecuencia
asombrosa- los hechos están a la vista de quienes los sufren en carne
propia. La única manera de un político reivindicarse de un fracaso es
obteniendo un éxito posterior o de lo contrario será -si acaso-
recordado por haber sido un fracasado en política. Así de obvio.
Churchill hizo de sus fracasos una virtud porque obtuvo un resonante
éxito posterior. De lo contrario, ¿cómo sería hoy evocado? En las
antípodas, Hitler hizo de su chapuza del Putsch de la Cervecería un
hecho emblemático, luego del ascenso electoral que lo llevaría
finalmente a la Cancillería alemana.
Pero hay un pase mágico, un
abracadabra para transubstanciar el fracaso en política en una virtud:
denominarlo empeño. Así, la recurrencia en el error sería prueba de una voluntad
de lucha, de una abnegación frente a la adversidad digna de encomio. Se
desdeñan los avances reales y se valora la voluntad a pesar de que
conduzca reiteradamente al precipicio. Con el tiempo, se le toma gusto a
vivir en el empeño, y se le asume como un oficio, una forma de vida.
¡Está bien, nos salió mal otra vez, pero le estamos echando olas de
ganas!
Y si se enfrenta un contendiente sin escrúpulos, con poder
real y dispuesto a abusar de él, el abracadabra se hace más portentoso,
pues también otorga al fracaso rasgos de valentía, al argüir que se
enfrenta un ente poderoso provisto de descomunales recursos para la
maldad, y para colmo aliado con otros demonios variopintos. ¡Así es muy
difícil, hermano!
(Digamos, es como si David hubiese sido tan
solo el pastorcito más tenaz de la comarca lanzando piedras… pero sin
puntería alguna con la honda. Ni habría llegado a Rey de Judá, ni el
gigante filisteo Goliat descalabrado por un certera pedrada).
El
fracaso político puede convertirse en una zona de confort en la cual se
representa un papel que no incluye la rendición de cuentas y la
responsabilidad por los errores y conmociones continuas. Allí pastan los
héroes (con el permiso de Heberto Padilla) sin más ambición que salir
bien en sus pretendidos selfies con el lado correcto de la historia. En política los fracasos no son éxitos, son fracasos.
@jeanmaninat
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