JEAN MANINAT
Que recordemos en esta columna desmemoriada, las series televisivas de nuestra tardía infancia, digamos: Rin,Tin,Tin, Lassie, Combate, La familia Adams,
no causaban la adicción de las actuales, capaces de atornillarnos
noches enteras en compañía de insomnios bienvenidos, y ser luego parte
del cotilleo universal que solía comenzar -previo a la pandemia- con el
disparo a quemarropa de ser inquirido apenas entrando a un convite: ¿Por
cierto, no han visto la serie…? Ahora el envite nos sigue persiguiendo,
solo que virtualmente.
Y, allí, se desboca el saber, el subterráneo discernimiento que nos indica que nuestra vida de alguna manera está reflejada en las huellas dactilares del guionista que inventa la historia a toda marcha, y creemos que nos retrata, aún a distancia, y suspiramos con encontrarnos a nosotros mismos en la pantalla episodio tras episodio, así sea de relleno.
Es el encanto que puede durar hasta siete temporadas o más -lo que en tiempos humanos, pueden significar siete años o más- pero que nos mantiene absortos con los mismos actores/personajes que van decantándose ante nosotros en la pantalla, sin que nadie se percate que la trama también pasa su factura en materia de arrugas. Vamos envejeciendo a la par.
Y, allí, se desboca el saber, el subterráneo discernimiento que nos indica que nuestra vida de alguna manera está reflejada en las huellas dactilares del guionista que inventa la historia a toda marcha, y creemos que nos retrata, aún a distancia, y suspiramos con encontrarnos a nosotros mismos en la pantalla episodio tras episodio, así sea de relleno.
Es el encanto que puede durar hasta siete temporadas o más -lo que en tiempos humanos, pueden significar siete años o más- pero que nos mantiene absortos con los mismos actores/personajes que van decantándose ante nosotros en la pantalla, sin que nadie se percate que la trama también pasa su factura en materia de arrugas. Vamos envejeciendo a la par.
Desde que Netflix vino a poner orden en el universo de la pantalla, y ya casi no podemos vivir sin un fix diario
de sus presentaciones, y una temporada de sus series dura lo que un
insomnio en un chinchorro (¿?), estamos obligados a la perenne
indagación de lo que están pasando aquí y allá, para mantenernos al día
en los tópicos de conversación estimulados por las diversas plataformas
-allí donde se puede- y tener a mano la respuesta precisa a la pregunta
acuciosa, o correr el riesgo de parecer ridículamente demodé.
Digamos, no les pasó que soportando una sobremesa de índole cultoculpables se le ocurrió decir -en su momento- que le había encantado Juegos de Tronos, para recibir el gélido acotamiento de un criollo de espíritu nórdico: Vamos, es que no han visto El espejo enterrado en el árbol, es genial, una serie noir noruega con subtítulos en finlandés. Allí aprende uno su lugar en el mundo.
La
polémica no se ha hecho esperar. Algunos sostienen que las series son
una maldición que acabará con los libros, o que por el contrario son
vehículo de democratización de la cultura. La divertida diatriba sobre
la llamada sociedad del espectáculo que es tan recurrente como la peste.
(En la segunda mitad del siglo pasado, con la aparición del Betamax y
el VHS, se auguró que las salas de cine morirían de mengua ante la
competencia de los videos domésticos, muy por el contrario, no han
cesado de sofisticarse tecnológicamente desde entonces. Solo el
coronavirus las ha puesto en peligro de hibernación).
El mundo post-pandemia adquiere contornos rocambolescos a medida que los “expertos” (un tío, un cuñado, un amigo) describen con imaginación de guionista de serie cuál será el tenor de los cambios por venir. Hagan sus apuestas. Mientras, con su permiso, me voy a terminar la tercera temporada de Ozark.
@jeanmaninat
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