UNA AVENTURA EN MACUTO
ALBERTO BARRERA TYSZKA
Se
le atribuye a Francisco de Miranda, en el momento de ser detenido, una
peculiar expresión de sorpresa e indignación: “¡Bochinche, bochinche,
esta gente no sabe hacer sino bochinche!”. Si el generalísimo hubiera
estado en la costa de Macuto, en estos principios de mayo del 2020,
quizás —con más pesadumbre que asombro— hubiera exclamado: “Chapuzas,
chapuzas, esta gente no sabe hacer sino chapuzas!”. Toda la trama
ocurrida en el país en estos días ofrece un retrato absurdo, delirante,
pero también muy doloroso, profundamente triste. Nadie queda bien y, a
medida que se van sabiendo más cosas, cualquiera podría pensar que tal vez era mejor la confusión que la verdad.
No
hay por dónde, no hay cómo, salvar este deplorable espectáculo. Parece
un homenaje al cine de Juan Orol, un relato de gánsters erráticos y de
soldados chambones. Pero en realidad es una bofetada a la ciudadanía que
confía en la institucionalidad, que cree en la política, y un golpe bajo a la comunidad internacional
que ha venido acompañando la posibilidad de una transición en
Venezuela. Tampoco el oficialismo, por supuesto, puede escapar. Tratar
de construir una épica con lo ocurrido es también ridículo y desolador.
Por más que se empeñen, no hay campaña mediática que pueda convertir un
disparate peorro en una gigantesca invasión.
Como
siempre, hay tantas versiones, tantas declaraciones, tantas
explicaciones y tantas especulaciones que resulta casi imposible saber y
entender qué pasó. La Operación Gedeón
podría ser narrada como un esbozo de un ataque militar, como un intento
de maniobra privada que pensaba atrapar a Nicolas Maduro como si fuera
el Chapo Guzmán, como un engorroso plan de espías tropicales, como un
programa de concursos de la televisión, con un desnalgue extraño en un
playita de Chuao. Desde la existencia de un contrato, firmado o no
firmado, válido o inválido, hasta el video de Juan Guaidó pujando una
cara de yonofui, pasando por
los interrogatorios pseudo filosóficos a los gringos detenidos, todo es
tan genuinamente choreto que da grima. Se siente un fríito hasta en la
cédula de identidad.
Pero,
obviamente, ya es indiscutible que este injerto de mercenarios con ex
militares supuestamente rebeldes existió y, aunque parezca increíble, es
o fue parte de un plan, de un proyecto. Cuesta trabajo pensar que
alguien con cierta información, con algún conocimiento del país,
pretenda realmente tomar por asalto a una “narco dictadura”, asesorada
por la inteligencia cubana, utilizando simplemente unas lanchas y unas
decenas de hombres. Ahí hay, por lo bajito, una sobredosis de Rambo.
Uno
puede pensar que Luke Denman y Airan Berry son un par de gringos algo
fanáticos y devotos de la teoría de las conspiraciones, ambiciosos y muy
ignorantes, tanto como para creer que Venezuela es un capítulo de Jack
Ryan, por ejemplo. Pero ¿y todos los demás? No estoy pensando ni
siquiera en aquellos que se embarcaron personalmente en el viaje, sino
en los líderes de oposición, en los asesores y comisionados que supieron
en algún momento de toda esta maniobra. Basta ver a JJ Rendón en la entrevista de CNN para entender el verdadero patetismo de la situación. En su conversación con el complaciente periodista, el asesor de estrategia política de Juan Guaidó se mostró displicente,
incluso un poco fastidiado de tener que dar tantas explicaciones. Trató
de manejar todo con desconcertante naturalidad y casi dijo que se
trataba de un trámite sencillo y normalito, que habían llegado a Jordan
Goudrou después de realizar un riguroso casting de mercenarios, que esas
cosas pasan, que él donó generosamente 50 mil dólares y no se anda
quejando, que ya dejen de joder, que tampoco es para tanto, que el
dichoso contrato no tenía 1 página sino 42, que hay que leer las letras
chiquitas antes de ponerse a criticar.
Pero
del lado del oficialismo se encuentra también una perfecta
correspondencia, igual de absurda y de patética. Ya está más que probado
que Maduro no tiene capacidad para entrar en honduras, no sabe lidiar
con la gravedad. Trata de mostrarse circunspecto. Habla frunciendo el
ceño, mirando a cámara y aspirando las vocales, dice que lo querían
matar, acusa a Donald Trump… pero de inmediato se le sale el chistecito,
saluda a su mujer, comenta que está linda Cilita, se sonríe como si
estuviera a punto de pedir otra empanada. Así desactiva la ceremonia. Él solito sabotea su performance. Actúa como si todo lo que está diciendo realmente no fuera tan dramático, tan cierto.
Es
sorprendente cómo, ni siquiera en situaciones como éstas, el
oficialismo logra ganar aunque sea unos gramos de credibilidad.
Narrativamente se han asfixiado con sus propias palabras. Sus voceros no
son capaces de reinventarse, solo se hunden en las reiteraciones que ya
no dicen nada, que nadie cree. Cuando Maduro denuncia que Wilexis
Acevedo y su banda fueron contratados por la DEA, o que la ONG Provea
está financiada por la CIA, lo único que logra es desnudar nuevamente su
propia fragilidad. Delata que carece de argumentos. Muestra que no
piensa sino que reacciona, que solo puede repetir las inútiles fórmulas
de siempre.
En el balance de lo ocurrido esta semana tampoco ganan los radicales compulsivos, los adictos a las batallas de Twitter,
los eternos ciber iluminados, los que desde hace mucho piden, exigen y
reclaman precisamente una incursión armada. Ellos también se han quedado
en silencio, con su duelo. Quizás secretamente estén felices ahora que
cualquier posible negociación está todavía más lejos. Sin embargo, en realidad no hay nada que celebrar.
Aquí los únicos que pueden salir fortalecidos son, de nuevo, las
fuerzas que administran y gerencian la violencia en el país: los
militares, la policía, el crimen organizado.
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