lunes, 21 de noviembre de 2011


SOBRE EL TIEMPO POLÍTICO
Jesús Silva-Herzog Márquez
Ha dicho el gran politólogo español Juan Linz que la democracia es un gobierno pro tempore. La perpetuidad es una idea totalitaria. En democracia no se elige a un gobierno para siempre. Se nombran representantes para ejercer el cargo durante un periodo más o menos breve. El voto otorga confianza pero no abdica a revisar después eseaautorización. Quien gana hoy puede perder mañana; quien ha dejado el poder ahora podrá recuperarlo otro día. El carácter transitorio de toda responsabilidad política desdramatiza la derrota y opera como advertencia para los ganadores. Nada aparece definitivo, irreversible: el poder democrático es perecedero, ninguna derrota es aniquilamiento.
Ésta es la verdad elemental que suele escapársenos. Después de tantas votaciones sin alternativa, después de tanta aburrición, las elecciones en México adquirieron una dimensión dramática. Todos los actores políticos y buena parte de los medios de comunicación coinciden en decirnos en cada evento que en un domingo se juega el siguiente sol. Si se funda la democracia es porque gana un partido; si la libertad muere es porque gana otro. Si gana uno alcanzaremos por fin la felicidad, si pierde se abandona con ella cualquier esperanza. Se entiende que los políticos pretendan llenar de sentido la votación que les incumbe. Se comprende que quieran motivar al votante y subrayen los provechos o el costo de la decisión ciudadana. Pero llevan el énfasis al milenarismo: tras la siguiente elección, el fin del mundo. La novedad del gesto de Marcelo Ebrard al reconocer su derrota en la encuesta para definir al candidato de la izquierda radica precisamente en esa inteligencia: perder hoy no es desaparecer por siempre. El futuro existe. Tras la siguiente elección no se abre el abismo. De hecho, la aceptación de la derrota se convierte para el político democrático en patrimonio invaluable para el mañana.
El poder democrático no solamente está limitado por otros poderes sino por el tiempo. Pero habría que decir que el tiempo no es solamente restricción de poder sino también su fundamento.
Tener poder implica contar con un resguardo temporal, una protección. El tiempo, en efecto, abre y cierra las perspectivas del mando. En un régimen presidencial como el nuestro, el tiempo es el principal instrumento del gobierno y su adversario más inclemente. El inicio de una administración suele abrir un espacio de decisión que va cerrándose al aproximarse la siguiente votación. De ahí que quienes han pensado con seriedad las reglas de la democracia no olvidan el calendario. Una de las decisiones clave de la democracia norteamericana fue precisamente el periodo del presidente y los legisladores. La clave es contar con un lapso lo suficientemente amplio para que las políticas puedan maduran y los electores cuenten con elementos para juzgar si son benéficas y tener, al mismo tiempo, un periodo relativamente corto que permita corregir con oportunidad. En todo caso, es importante registrar que el poder también necesita sus garantías. La idea de la revocación de mandato que súbitamente adquirió popularidad y muchos votos en el Congreso es por ello mismo una insensatez en nuestro régimen presidencial. Lo creo así porque altera sustancialmente la maquinaria decisoria de nuestra democracia. Si un gobernador, un alcalde, un presidente puede ser removido en cualquier momento, difícilmente tendría disposición para acometer reformas momentáneamente impopulares o ánimo para encarar fuerzas poderosas. Formar coaliciones o alianzas sería insensato para oposiciones que podrían adelantar su retorno. Si quisiéramos gobernantes rendidos al poder de los medios, la revocación del mandato sería la institución perfecta. A México no solamente le urge la rendición de cuentas, sino también alentar la corpulencia del poder democrático. Eso se logra no solamente con facultades sino también con tiempo.
Tiempo es poder. Nuestro sexenio es demasiado largo y abre extensos periodos de ineficacia. Los presidentes sobrellevan los últimos años de su gestión dilapidando un tiempo que el país no debería perder. En lugar de pensar en la revocación de mandato, pensemos en acortar el periodo presidencial y en la reelección. Por ello mismo valdría terminar con la absurda pretensión de que la ley puede cronometrar la expresión de las ambiciones políticas y definir con estricta puntualidad el comienzo de las adhesiones colectivas. Que la ley regule el empleo de los recursos públicos tiene sentido, desde luego. Pero es una convocatoria abierta a la simulación que un reglamento marque fecha y hora para que alguien pueda decir públicamente que quiere ser candidato a la presidencia. La ley podrá definir los tiempos del poder pero no los tiempos de la ambición ni, muchos menos, los calendarios de lo decible.

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